La Plaza de Santo Domingo que hoy nos reúne, cuyo nombre oficial es del de “Plaza 23 de mayo”, es uno de los espacios con mayor significado social, artístico, político y económico de la Ciudad de México. Sus orígenes se pueden rastrear hasta los tiempos anteriores a la Conquista, cuando sus terrenos formaban parte del Barrio de Cuepopan, uno de los antiguos cuadrantes de la gran Tenochtitlan.
La Plaza de Santo Domingo que hoy nos reúne, cuyo nombre oficial es del de “Plaza 23 de mayo”, es uno de los espacios con mayor significado social, artístico, político y económico de la Ciudad de México. Sus orígenes se pueden rastrear hasta los tiempos anteriores a la Conquista, cuando sus terrenos formaban parte del Barrio de Cuepopan, uno de los antiguos cuadrantes de la gran Tenochtitlan.
Una vez terminada la conquista bélica de la ciudad, comenzó la reconstrucción y con ella la llegada de los primeros frailes mendicantes. Hacia 1524 los franciscanos tomaron control de los terrenos disponibles para la fundación de su convento y capillas, y durante dos años más disfrutaron del monopolio de la evangelización congregando indios en su capilla de San José de los Naturales. Sin embargo, hacia 1526 las cosas se les complicarían un poco con la llegada de los doce primeros frailes dominicos, quienes también solicitaron a las autoridades un solar para establecerse. Los franciscanos, a pesar de darles alojamiento en lo que levantaban su residencia, hicieron lo posible para que los dominicos recibieran terrenos lejos de sus dominios, por lo que finalmente éstos se establecieron al otro lado de la ciudad, a pocos pasos de donde hoy nos encontramos reunidos. Estos terrenos siempre tuvieron el problema de sufrir hundimientos e inundaciones, pero los dominicos supieron hacerse de unas habitaciones pequeñas y dignas, que serían la base para comenzar a construir su propio convento y templo.
Durante la segunda mitad del siglo XVI, hacia 1571, lo que con el tiempo se convertiría en el corazón económico y político de la Nueva España comenzó a tomar forma con la construcción de los edificios que albergarían al Tribunal del Santo Oficio. Estas construcciones también sirvieron para fincarle límites a la plaza y fueron uno de los lugares más temidos por los novohispanos. La casa de la Inquisición contó con calabozos y, según se cuenta, era común escuchar en las calles aledañas los lamentos de los ahí encerrados, quienes llegaban por ejercer la idolatría, ser criptojudíos o realizar actos supuestamente relacionados con la hechicería, que en muchas ocasiones no eran sino manifestaciones de la antigua herbolaria mexica. La calle contigua a esta prisión, hoy República de Venezuela, se llamó por ello, desde tiempos tempranos, “Cárcel perpetua”. Cabe decir que a pesar de que la Plaza de Santo Domingo hubiera sido un lugar propicio para realizar los ajusticiamientos de la Santa Inquisición, los quemaderos y el cadalzo fueron construidos extramuros de la ciudad, en los terrenos que hoy forman la parte sur de la Alameda Central. Hoy en día todavía es posible observar en los muros exteriores de tezontle de este edificio la representación de los objetos relacionados con la pasión de Cristo.
Sin embargo, la Plaza de Santo Domingo sería célebre por otros motivos, que además orientarían su destino en el tiempo. Hacia el año de 1525 llegó el primer médico cirujano a la Nueva España y se estableció en la parte sur de la plaza. Junto con algunos de sus compañeros, el Maese Diego de Pedraza trabajó en los nacientes Hospital de Jesús y de San Lázaro, fundados por el mismo Cortés. Su loable labor a través de los años le valdría recibir un escudo de armas por parte del emperador Carlos V. Tal vez en memoria de aquellos primeros protomédicos, o por simple cosa práctica, hacia el año de 1854 la sede inquisitorial se convirtió en la Escuela Nacional de Medicina, después de haber sido Renta de Lotería, Cámara de Congreso General, Tribunal de Guerra y Marina y Seminario Conciliar. No debemos olvidar tampoco que el gran poeta Manuel Acuña murió en una de las habitaciones del edificio en 1873.
Ya para el siglo XVIII, con la plaza delineada y en plenas funciones, tanto el segundo templo de Santo Domingo (el primero se había hundido e inundado) como la sede del Santo Oficio, fue erigido otro edificio que le aportaría gran importancia a la Plaza. Esta construcción señorial de 1770 fue dedicado a la Casa de Aduanas y se convirtió en el corazón económico de la ciudad, pues en él se realizaban todas las transacciones necesarias para el traslado e introducción de las mercancías provenientes de España y de la Nao de China, también conocido como el Galeón de Acapulco. Por esta casa de aduanas se negoció el paso de muebles, cargamentos de especias, géneros textiles, vajillas e incluso personas, pues muchos migrantes asiáticos tramitaron ahí su paso a la Nueva España, donde se establecieron para dar vida a un mercado tan grande e importante como el Parián, situado en la Plaza Mayor a un lado del mercado de indios o Baratillo Chico. Hoy el edificio es sede de la Secretaría de Educación Pública y es reconocido por sus imponentes murales. Dada la importancia del edificio de Aduanas, no es de extrañar la aparición de un lugar que delimitaría la Plaza de Santo Domingo por su lado poniente, el cual se sigue conociendo en nuestros días como “el Portal de evangelistas”. En tiempos virreinales, todo trámite o contrato requería de un sustento documental escrito y notariado. Los escribanos públicos establecidos bajo los portales, reconocibles por la pluma de ganso que los hacía parecer evangelistas, conocían las fórmulas diplomáticas de memoria y reproducían los documentos necesarios para las transacciones, tal como la han seguido haciendo desde entonces, aunque hoy les vemos con máquinas de escribir, imprentas mecanizadas y hasta computadoras.
La Plaza de Santo Domingo, o mejor dicho, la hermosa casa que hoy alberga la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, fue hogar de personajes muy ilustres de nuestra historia, entre los que sobresalen sin duda Leona Vicario, mujer extraordinaria que se dedicó a informar a los insurgentes de todos los sucesos de importancia en la capital del virreinato. Como miembro del selecto grupo de los Guadalupes, financió con la fortuna familiar la insurgencia. Después de muchas peripecias, que incluyeron su reclusión en un convento por conspirar contra el gobierno virreinal, se casó con otro célebre huésped de la casa, Andrés Quintana Roo, un revolucionario independentista que actuó tanto con las armas como con la pluma por alcanzar la libertad de la nación.
La lastimosa demolición del recinto conventual de los dominicos durante la Reforma vendría a cambiarle nuevamente la fisonomía a la plaza de Santo Domingo. De entrada, fue destruida la barda perimetral del atrio del templo, con lo que el espacio se convirtió en parte del ámbito público. Fueron destruidos los claustros que alguna vez albergaron a una buena población de frailes y casi todas las capillas, excepto la conocida como de “La expiración”, que fue capilla de negros. Esta misma remodelación incluyó la apertura de una calle absolutamente inútil, la de Leandro Valle, dedicada a un héroe liberal de la Reforma que fue nombrado Comandante General del Distrito Federal por Benito Juárez en 1861. La calle no sólo no servía -ni sirve- para nada, sino que resultó una afrenta para los conservadores de la época.
La desaparición parcial del conjunto conventual de Santo Domingo también tuvo su parte gozosa. La muestra que hoy inauguramos da fe de la aparición de uno de los negocios de comida más antiguos de la Ciudad de México, la muy célebre Hostería de Santo Domingo, cuyo edificio ocupa desde 1860 parte del antiguo convento. Sin duda el no probar sus famosos chiles en nogada, parte también de la mitología histórica de México, resulta ser una especie de pecado en nuestros días. Por aquellos mismos tiempos, la Plaza perdió la fuente del águila y la serpiente -que fue a parar al castillo de Chapultepec- y con el tiempo recibiría la de la Corregidora de Querétaro, Doña Josefa Ortiz de Domínguez.
Y no podemos dejar de hablar del magnífico templo de Santo Domingo que hoy domina majestuosamente la Plaza, cuya erección comenzó en 1717 bajo las órdenes del afamado arquitecto Pedro de Arrieta. Fue terminado en sólo diecinueve años, un tiempo verdaderamente corto para tan importante edificación. Sus retablos ultrabarrocos o churriguerescos son de una belleza extraordinaria y forman parte importante del patrimonio cultural y artístico de nuestro país. Todavía se puede observar en una de sus vetustas puertas el símbolo dominico de la vigilancia, la garza, animal tomado del bestiario medieval que se relaciona íntimamente con la Inquisición, dirigida por los dominicos.
La muestra que hoy nos reúne tiene la virtud de llevarnos a dar un recorrido histórico, por medio de imágenes, en la magnífica Plaza de Santo Domingo. Por mucho tiempo corazón de la Nueva España, hoy este disfrutable espacio público nos sigue llenando de admiración por la cantidad de voces y personajes que lo habitan y utilizan. Y con una voz propia, que es apenas un susurro entre el barullo del tránsito, parece insinuarnos con firmeza que todavía le queda mucho, mucho tiempo e historia por regalarnos.