José de la Colina: la literatura que ocurre en silencio
Conversación con Miguel Ángel Quemain
La pasión por la escritura fue tan temprana en él, que ni sabe cuándo empezó. Debió ser a sus cinco años, cuando su padre lo enseñó a leer y escribir en Santo Domingo, un año antes de que se instalaran en México. En medio de la nada que significó el exilio, José de la Colina (Santander, España, 1934) descubrió su primer refugio: “me apasionó tanto la experiencia de la lectura y la escritura que cuando llegué al Colegio Madrid leía con una rapidez que no lo creían los profesores. Mientras que en matemáticas era un atrasado mental total, en la escritura no”.
Cuentos para vencer a la muerte, su primer libro de cuentos, parece signado por una frase que insiste en De la Colina para explicar su vida en los años cincuenta: “la dificultad de vivir se reflejaba en la dificultad de escribir”. De la infancia hasta cruzar la adolescencia, el escritor se sabía tímido (“además era muy enfermizo”), poseído por una sensación de fragilidad y extrañeza ante el mundo, que lo obligaba a preguntarse si los otros contaban con una clave que él no conocía para poder vivir con naturalidad. “La presencia de otras personas me hacía difícil la convivencia, me sentía observado, sentía que iba a cometer una torpeza y que iba como a desarreglar el orden cotidiano”.
“Esto que te digo son cosas que pienso ahora, a propósito de tu insistencia en preguntar. Pero desando mis palabras y reconozco que sí, que era eso lo que me sucedía entonces”. En esa atmósfera interior, José de la Colina edificó un mundo en el que caminaba con la ligereza que le había dado su escritura, y la escritura de los otros, “creaba un espacio donde las cosas no eran tan difíciles, donde yo no tenía un cuerpo torpe ni una respiración forzada ni nada de ello. Todo ocurría con naturalidad en ese mundo artificial de la escritura. Te podrás imaginar al niño insoportable y sabihondo que había en mí”.
De la Colina le achaca su breve obra al ejercicio vampirizador del periodismo, que como le advirtieron las lecturas de Borges y Chesterton, “si no se deja a tiempo puede acabar con el escritor que hay dentro de uno. Y eso me pasó, porque no tengo otra carrera”.
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