Ricardo Garibay
Fragmento de su participación en Los narradores ante el público
Mi padre se llamaba Ricardo Garibay Zendejas; mi madre, Bárbara Ortega Céspedes; la sangre de él venía de Jalisco, de Autlán de la Grana; La de ella, de Metztitlán, en Hidalgo. Ambos tenían un amor muy preciso por leer y escribir; escribían con pulcritud, hasta con hermosura, y él leía como a nadie he oído mejor: los versos brotaban con misterio de su voz, musicales y dolorosos, y la prosa conseguía una como grandilocuencia natural que la alejaba de quehaceres cotidianos. Así, desde el principio supe que esas tareas, leer y escribir, siendo cosa de todos los días, son lujo.
Mi abuelo materno, que murió santo, se llamaba Domingo Ortega y hacía versos; su primogénito, Domingo Ortega también, era poeta de inspiración frondosa y brillante, y anda en antologías hidalguenses. Éste fue mi primer maestro, el más severo de cuantos he tenido. Su saber y su memoria eran grandes; en su poesía hay oro macizo. De no haber existido su mexicana provincia —que es espíritu enjuto y voraz— ahora iodos juntos diríamos sus poemas. Me hablaba de clásicos, de románticos, los recitaba sin término; me sometía a ejercicios de rima y de ritmo, enderezaba mis adjetivos, los aplaudía, los tachaba; se alegraba de mis esfuerzos, pero buscaba constantemente contagiarme la humildad que la vida le había hincado en el alma; detrás de cada elogio aparecía la censura, la corrección, la exigencia. "No está mal, está bien, este verso es muy bueno, es muy bueno... pero acuérdate, fíjate en los acentos... estás lejos todavía…" Detrás de su amor vigilaba su asco por el envanecimiento. Murió como si tuviera cientos de años, de tan sabio, de tan resignado, de tan desdeñoso de sí. Su retrato está en la pared principal del aula principal de la escuela en Metztitlán; desde allí sus ojos, un poco de águila, un poco esa tranquila y soberana furia, contemplan el caserío y los campos que él tanto amó, los que pudrieron y devoraron su destino.
Mi abuelo paterno, José de Jesús Garibay, fue jefe político de muchos pueblos durante el porfiriato; era coronel temible y versificador melancólico, y de sus hijos, Jaime Garibay era amigo de Abreu Gómez y ganó juegos florales de poesía en los años veintes.
Mis dos abuelos se conocieron en Molango una noche, pronto hará un siglo. Como número fuerte de la fiesta ambos dijeron sus versos. No se volvieron a ver, ni nada en mucho tiempo fue indicio de que se juntarían conmigo.
Es decir: la literatura era ejercicio tradicional en mi casa, por las dos ramas. Los autores —españoles, franceses, mexicanos— eran viejos conocidos, personas amadas, personas de nuestra intimidad. No que fuéramos casa de gran biblioteca, quehaceres literarios profesionales, amistades eminentes entre los hombres que escribían entonces; pero siempre hubo allí libros y lecturas y un soñarse ilustres porque vivíamos con la certeza de ser familia de escritores y que los escritores son gente que guarda un secreto precioso. Y era como si pensáramos: "Alguno, alguno habrá de lograrse, esperamos desde quién sabe cuándo, alguno de nosotros tendrá que ser; y entonces verán, verán los demás entonces por qué aparentemente no éramos nada ni nadie." Mi padre, viéndome abandonar la carrera de abogado, leer y desvelarme escribiendo, embestir obstáculos que yo mismo multiplicaba a mi alrededor y no atinarle al éxito desde ninguna trinchera, decía con pena y con esperanza: "Éste ya tropezó, ni modo... Ahora, lo de ser escritor... pues a ver si sale, aunque no sea gran cosa, pero a ver si sale." Salí; aunque todavía espero no cumplir completamente su esperanza.
El clima de mi casa era severo: principios sólidos, duros como hierro, y catolicidad vigilante, sin muchos rezos, como conciencia diaria de ser y de deber ser.
Nací en 1923. Mi infancia, mientras escribo esto, se me aparece bajo tres luces: el terror ante mi padre, la exasperación y la fatiga en el templo, la algarabía y la guerra en la calle. Es posible que en cualquiera otra ocasión se me aparezca bajo luces diferentes. Era yo vivaz y cobarde y vivía cercado de pesadillas. En la escuela hacía con fácil velocidad los trabajos de los más fuertes, para que me protegieran contra los más débiles. Yo no peleaba por nada del mundo. Hace unos años le propuse a un escritor amigo un cuento, que él escribió y yo no he podido escribir: un niño a la hora del recreo es amenazado por otro: pelearán "a la salida"; entre el recreo y el fin de clases hay dos horas, y durante dos horas agoniza el niño primero esperando el momento de los golpes, mientras el maestro habla del género gramatical, la fronda de un manzano se mece en el patio, y los muchachos se pasan de pupitre a pupitre apresurados papeles que hablan de la riña inminente. A mis doce años dijo una maestra: "Garibay tiene facilidad para redactar." A los trece escribí varias cuartetas y un soneto. Mi madre decía, a propósito de cualquier cosa: "Un soneto, ha escrito un soneto." Comencé a escribir a toda hora en la preparatoria, a los diecisiete años. Me animaba Erasmo Castellanos Quinto, amado, sapientísimo. En 1941 leer y escribir eran ya mis ocupaciones exclusivas. Con Henrique González Casanova, Fausto Vega, Gustavo Galindo —desgraciadamente hoy banquero— y con Juan Noyola —tan respetable después, tan lamentable su muerte— discutía yo sin respiro y con perfecta ignorancia problemas que veíamos accesibles y que otros jóvenes —los de todas las épocas, supongo— tampoco han resuelto: A dónde vamos y de dónde venimos, o Qué es la tragedia, o La existencia o inexistencia de Dios.
Después, años profesionales, Facultad de Jurisprudencia, Facultad de Filosofía y Letras, El Colegio de México, teatro experimental. Nada de aulas, mucho billar, gimnasio, amor —"tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida", por supuesto—, libros y música y soledad. No la soledad de veras, que se ha vivido momentáneamente en años adultos, sino la que el hombre de veinte años fabrica dinamitando puentes a su alrededor, la que viene de la madurez del embrión, de la congestión de riquezas apenas esbozadas alma adentro. Ya sabemos que tiempo andando esas riquezas se esfumarán y en el alma quedarán sólo palabras: humo de la baca en el jeroglífico chino. Esos años, 1942 a 1946, confirman mis ineptitudes y mi vocación. Son años de gimnasia literaria. La Biblia, la Iliada y la Odisea muchas veces, Siglo de Oro español, franceses, ingleses, alemanes, americanos y mexicanos de este siglo. Proust, Joyce, Faulkner, Wassermann, Vasconcelos, Gabriel Miró, García Lorca, San Juan de la Cruz, Bach, Beethoven, Debussy son principales. Escribía —escribíamos— todas las madrugadas, caminábamos todas las noches de punta a punta el Paseo de la Reforma, hablábamos y fumábamos. Nuestra facha era casi surrealista: éramos grandes señores nocturnos llenos de rencor, sin fortuna, sin mujeres, sin vicios, sin virtudes, greñudos y presagiosos; los que ya nombré y Rubén Bonifaz y Jorge Hernández Campos. Guardo —no sé por qué no las quemo, no lo sé— cuatro cajas grandes con mi literatura de esos años.