Ricardo Garibay, luchador
incansable de las letras
por Liliana Jiménez Mota
Este año se cumple una década de la muerte de uno de los escritores más prolíficos de México, Ricardo Garibay.
Nacido en Tulancingo, Hidalgo, el 18 de enero de 1923, se dedicó a la escritura, periodismo, cine, teatro y televisión. Con un espíritu rebelde y apasionado, el escritor tenía bien definida la convicción de su oficio: “Desde los 17 años viví para leer y escribir. Hice 3 carreras universitarias y no me recibí de ninguna, no tengo ningún titulo; leer y escribir, todo lo demás lo pasé frívolamente. Mandé al carajo la vida; tenía un compromiso, escribir”.
Así es: Garibay estudió Derecho, Filosofía y Psicología, pero no se tituló en ninguna. Sin embargo, fue becario del Centro Mexicano de Escritores de 1952 a 1953, junto con Juan Rulfo y Juan José Arreola; y se desempeñó como jefe de prensa de la Secretaria de Educación Pública en 1953. Además, fue profesor de literatura en la UNAM y Presidente del Colegio de Ciencias y Artes de Hidalgo; y entró al Sistema Nacional de Creadores de Arte en 1994, como creador emérito.
“Escribir es un acto de amor, muchos momentos en la escritura son un verdadero orgasmo”, afirmaba Garibay, quien, en 1965, ganó el Premio Mazatlán de Literatura por Beber un caliz; y en 1975 obtuvo el Premio al Mejor Libro Extranjero Publicado en Francia por La casa que arde de noche.
Galardonado también con el Premio Nacional de Periodismo en 1987 y el Premio Narrativa de Colima en 1989, el escritor colaboró en Plural, Revista de la Universidad de México, Revista Mexicana de Literatura, El Universal, Novedades y Excélsior, entre muchos otros.
En televisión condujo los programas Autores y libros, Poesía para militantes, Mujeres, mujeres, mujeres, A los normalistas con amor, en Canal Once; y en Imevisión, Temas de Garibay y Calidoscopio.
La obra de Ricardo Garibay se compone aproximadamente de 50 libros, en los que exploró diversos géneros: novela, cuento, ensayo, crónica, reportaje, guión cinematográfico y teatro.
Algunos de sus libros son Beber un caliz (1965), La casa que arde de noche (1971), Rapsodia para un escándalo (1971), Aires de blues (1984), Oficio de leer (1996) y Feria de letras (1998). En sus guiones cinematográficos figuran Lo que es del CésarEl mil usos (1971) y El Púas (1991). En teatro se encuentran Diálogos mexicanos (1975), Mujeres en un acto (1978) y ¡Lindas maestras! (1985). Entre sus reportajes aparecen Nuestra Señora de la Soledad en Coyoacán (1955), AcapulcoChicoasén (1986). (1970), (1978) y
El escritor falleció de cáncer a los 76 años, heredando un amplio acervo de letras. “Tengo pocos diálogos, tengo pocos amigos, pero son indispensables para que viva, para que entienda que la vida tiene algún sentido. Yo solo, metido en mi pequeña biblioteca, me consumiría pronto. La soledad hace sufrir, uno necesita del otro, oír la voz del otro, fuerte, para poder vivir”.
Ricardo Garibay
Fragmento de su participación en Los narradores ante el público
Mi padre se llamaba Ricardo Garibay Zendejas; mi madre, Bárbara Ortega Céspedes; la sangre de él venía de Jalisco, de Autlán de la Grana; La de ella, de Metztitlán, en Hidalgo. Ambos tenían un amor muy preciso por leer y escribir; escribían con pulcritud, hasta con hermosura, y él leía como a nadie he oído mejor: los versos brotaban con misterio de su voz, musicales y dolorosos, y la prosa conseguía una como grandilocuencia natural que la alejaba de quehaceres cotidianos. Así, desde el principio supe que esas tareas, leer y escribir, siendo cosa de todos los días, son lujo.
Mi abuelo materno, que murió santo, se llamaba Domingo Ortega y hacía versos; su primogénito, Domingo Ortega también, era poeta de inspiración frondosa y brillante, y anda en antologías hidalguenses. Éste fue mi primer maestro, el más severo de cuantos he tenido. Su saber y su memoria eran grandes; en su poesía hay oro macizo. De no haber existido su mexicana provincia —que es espíritu enjuto y voraz— ahora iodos juntos diríamos sus poemas. Me hablaba de clásicos, de románticos, los recitaba sin término; me sometía a ejercicios de rima y de ritmo, enderezaba mis adjetivos, los aplaudía, los tachaba; se alegraba de mis esfuerzos, pero buscaba constantemente contagiarme la humildad que la vida le había hincado en el alma; detrás de cada elogio aparecía la censura, la corrección, la exigencia. "No está mal, está bien, este verso es muy bueno, es muy bueno... pero acuérdate, fíjate en los acentos... estás lejos todavía…" Detrás de su amor vigilaba su asco por el envanecimiento. Murió como si tuviera cientos de años, de tan sabio, de tan resignado, de tan desdeñoso de sí. Su retrato está en la pared principal del aula principal de la escuela en Metztitlán; desde allí sus ojos, un poco de águila, un poco esa tranquila y soberana furia, contemplan el caserío y los campos que él tanto amó, los que pudrieron y devoraron su destino.
Mi abuelo paterno, José de Jesús Garibay, fue jefe político de muchos pueblos durante el porfiriato; era coronel temible y versificador melancólico, y de sus hijos, Jaime Garibay era amigo de Abreu Gómez y ganó juegos florales de poesía en los años veintes.
Mis dos abuelos se conocieron en Molango una noche, pronto hará un siglo. Como número fuerte de la fiesta ambos dijeron sus versos. No se volvieron a ver, ni nada en mucho tiempo fue indicio de que se juntarían conmigo.
Es decir: la literatura era ejercicio tradicional en mi casa, por las dos ramas. Los autores —españoles, franceses, mexicanos— eran viejos conocidos, personas amadas, personas de nuestra intimidad. No que fuéramos casa de gran biblioteca, quehaceres literarios profesionales, amistades eminentes entre los hombres que escribían entonces; pero siempre hubo allí libros y lecturas y un soñarse ilustres porque vivíamos con la certeza de ser familia de escritores y que los escritores son gente que guarda un secreto precioso. Y era como si pensáramos: "Alguno, alguno habrá de lograrse, esperamos desde quién sabe cuándo, alguno de nosotros tendrá que ser; y entonces verán, verán los demás entonces por qué aparentemente no éramos nada ni nadie." Mi padre, viéndome abandonar la carrera de abogado, leer y desvelarme escribiendo, embestir obstáculos que yo mismo multiplicaba a mi alrededor y no atinarle al éxito desde ninguna trinchera, decía con pena y con esperanza: "Éste ya tropezó, ni modo... Ahora, lo de ser escritor... pues a ver si sale, aunque no sea gran cosa, pero a ver si sale." Salí; aunque todavía espero no cumplir completamente su esperanza.
El clima de mi casa era severo: principios sólidos, duros como hierro, y catolicidad vigilante, sin muchos rezos, como conciencia diaria de ser y de deber ser.
Nací en 1923. Mi infancia, mientras escribo esto, se me aparece bajo tres luces: el terror ante mi padre, la exasperación y la fatiga en el templo, la algarabía y la guerra en la calle. Es posible que en cualquiera otra ocasión se me aparezca bajo luces diferentes. Era yo vivaz y cobarde y vivía cercado de pesadillas. En la escuela hacía con fácil velocidad los trabajos de los más fuertes, para que me protegieran contra los más débiles. Yo no peleaba por nada del mundo. Hace unos años le propuse a un escritor amigo un cuento, que él escribió y yo no he podido escribir: un niño a la hora del recreo es amenazado por otro: pelearán "a la salida"; entre el recreo y el fin de clases hay dos horas, y durante dos horas agoniza el niño primero esperando el momento de los golpes, mientras el maestro habla del género gramatical, la fronda de un manzano se mece en el patio, y los muchachos se pasan de pupitre a pupitre apresurados papeles que hablan de la riña inminente. A mis doce años dijo una maestra: "Garibay tiene facilidad para redactar." A los trece escribí varias cuartetas y un soneto. Mi madre decía, a propósito de cualquier cosa: "Un soneto, ha escrito un soneto." Comencé a escribir a toda hora en la preparatoria, a los diecisiete años. Me animaba Erasmo Castellanos Quinto, amado, sapientísimo. En 1941 leer y escribir eran ya mis ocupaciones exclusivas. Con Henrique González Casanova, Fausto Vega, Gustavo Galindo —desgraciadamente hoy banquero— y con Juan Noyola —tan respetable después, tan lamentable su muerte— discutía yo sin respiro y con perfecta ignorancia problemas que veíamos accesibles y que otros jóvenes —los de todas las épocas, supongo— tampoco han resuelto: A dónde vamos y de dónde venimos, o Qué es la tragedia, o La existencia o inexistencia de Dios.
Después, años profesionales, Facultad de Jurisprudencia, Facultad de Filosofía y Letras, El Colegio de México, teatro experimental. Nada de aulas, mucho billar, gimnasio, amor —"tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida", por supuesto—, libros y música y soledad. No la soledad de veras, que se ha vivido momentáneamente en años adultos, sino la que el hombre de veinte años fabrica dinamitando puentes a su alrededor, la que viene de la madurez del embrión, de la congestión de riquezas apenas esbozadas alma adentro. Ya sabemos que tiempo andando esas riquezas se esfumarán y en el alma quedarán sólo palabras: humo de la baca en el jeroglífico chino. Esos años, 1942 a 1946, confirman mis ineptitudes y mi vocación. Son años de gimnasia literaria. La Biblia, la Iliada y la Odisea muchas veces, Siglo de Oro español, franceses, ingleses, alemanes, americanos y mexicanos de este siglo. Proust, Joyce, Faulkner, Wassermann, Vasconcelos, Gabriel Miró, García Lorca, San Juan de la Cruz, Bach, Beethoven, Debussy son principales. Escribía —escribíamos— todas las madrugadas, caminábamos todas las noches de punta a punta el Paseo de la Reforma, hablábamos y fumábamos. Nuestra facha era casi surrealista: éramos grandes señores nocturnos llenos de rencor, sin fortuna, sin mujeres, sin vicios, sin virtudes, greñudos y presagiosos; los que ya nombré y Rubén Bonifaz y Jorge Hernández Campos. Guardo —no sé por qué no las quemo, no lo sé— cuatro cajas grandes con mi literatura de esos años.