Joaquín Mortiz, 1993
El gran elector
¿Un fantasma? Sonrió. Todavía en ese momento sonreía el Señor Presidente. A sus postraciones fatales casi siempre las antecede una sonrisa, una broma o una abierta carcajada —que en su rostro envejecido y desencajado adquiere un aspecto francamente macabro.
—Un fantasma, te digo, Domínguez. Pero lo hice marcharse con la cola entre las patas ¿eh? Ja-ja-ja —y aleteaba los brazos en una forma como si él mismo fuera a emprender el vuelo. Un mechón de pelo blanco le brincaba en la frente y por momentos lo hacía guiñar un ojo.
—Iba hecho polvo.
— ¿Viste el beso? Un beso a mí —y el movimiento brusco de la mano rozó la mejilla, como si más que la huella del beso intentara apartar una sombra—. Ah, los fantasmas de la historia, Domínguez, un día te cuento más de ellos y lo entenderás todo. Vi algunos corporificarse en el Instituto de Investigaciones Psíquicas en los años cuarenta, pero esto, esto de ahora...
Siempre antes de las crisis ríe y se pone filosófico, es horrible:
—Estamos condenados a que la vida de México la ronden fantasmas, Domínguez. Como lo oyes, gobernamos con ellos al lado.
—Señor, pero mírelo usted: camina con pasos tan firmes como cualquier ser de carne y hueso
—le dije señalándole al hombrecito a través de los visillos del balcón: cruzó la calle y se reintegró al grupo de campesinos y desarrapados con que llegó al Zócalo. Se sentó de nuevo en el suelo, a un lado de la manta de protesta, en esa postura yogui que creo llaman de medio loto; tal como lo encontré cuando fui por él unas horas antes a pedirle que me acompañara porque el Señor Presidente quería hablarle, y se limitó a mirarme intensamente por entre sus pestañas muy oscuras y contestó que él no tenía nada que hablar con el Señor Presidente, que el Señor Presidente se fuera al carajo —las únicas palabras que le oí pronunciar, por cierto, porque a partir de ese momento permaneció en absoluto silencio— y fue entonces cuando tuvimos que ponerlo de pie a la fuerza. Parecía que hubiera echado raíces, integrándose al cemento, volviéndose él mismo de cemento. Nomás pestañeaba con los golpes y jalones que tuvieron que darle mis ayudantes, y se cimbraba como un árbol en una tormenta. Alguien que se resiste en esa forma a ponerse de pie no puede ser un fantasma, digo. Le toqué los músculos de un brazo y les aseguro que eran flexibles y macizos a la vez; y su mirada más participaba del resplandor del acero fundido que de la vaporación que, supongo, caracteriza la de los fantasmas.
— ¿Lo dejamos ahí, Señor Presidente? ¿Quiere que ahora sí tratemos de interrogarlo nosotros?
—Es un fantasma, pendejo. ¿Qué le vas a preguntar? ¿Interrogarlo a él? ¿A él? ¿Tú? —y aún trataba de reír, aunque la sonrisa iba convirtiéndosele en un gesto de asco que le remarcaba las arrugas—. ¿No te has dado cuenta? No te das cuenta de nada, pinche Domínguez. Déjame en paz.
Desde que trabajo a sus órdenes —hace la friolera de sesenta años— cuando algo le molesta de mí dice lo de pinche Domínguez, así, rápido y despectivo; a veces tan rápido y despectivo que de la primera palabra sólo pronuncia la che. Es lo que más me ofende, lo sabe. Me ofende y me humilla hasta el derrumbe absoluto y el peor de los resentimientos, y él lo repite una y otra vez. Conforme han pasado los años lo dice con más frecuencia, sin importarle quién esté a nuestro lado. A nadie más se lo aguanto, y por los cuarenta tuve incluso un enfrenta miento pistola en mano con un general que se atrevió a decirlo en mi propia cara. Pero, bueno, es un asunto que no viene al caso.
—Señor.
—No hables más de él. No quiero oír hablar más de él. Como si no existiera, ¡ya! —e hizo unos signos muy raros en el aire, como si dibujara los compases de una música secreta. Pero no se alejó del balcón y yo diría que hasta miró por última vez hacia el grupo de protesta en donde se encontraba el hombrecito.
—Se hará como usted diga, señor.
— ¿Qué tengo a las doce, Domínguez? —preguntó mirando su reloj de pulsera, alejándose por fin del balcón con los puños crispados, temblorosos, como si contuviera ahí el coraje y la impotencia.
—Señor, ya lo están esperando en el salón de Embajadores los niños más aplicados del país.
—Qué horror. Como si estuviera yo de ánimo para recibir a los niños más aplicados del país...
Entonces le cambió totalmente la expresión. Gritó: él, él, él, y miró a su alrededor con ojos alucinados. Ahora sí, en verdad, parecía estar frente a lo que sólo él podía ver. Castañeteó los dientes mientras el labio inferior se le proyectaba hacia el frente, muy pálido y tembloroso. Pronunció unos números sin sentido, algunas palabras y frases que no entendí. Y sucedió lo inevitable, lo que viene sucediendo desde hace tiempo, aunque no en forma tan severa: dejarse caer como bulto sobre un sillón y hacerse bolita ahí, ovillarse —hasta da la impresión de que fuera un puro montoncito de huesos dentro de la ropa holgada—, llevarse la mano al pecho y agarrarse el corazón, estrujarlo como si quisiera volverlo migajas, y así mostrármelo. Los ojos le revoloteaban en las órbitas. Llamé al médico y corrí a la salita de descanso por sus pastillas. Al salir escuché de nuevo su risa.
(…)