Joaquín Mortiz, 1989
Madero, el otro
Qué evidente el último latido, la última sensación de la tierra en las manos crispadas, las bocanadas inútiles que apenas atrapaban hilitos de aire, el dolor —asidero final— que se apagó contigo y dejó tan sólo algo que era como el eco del dolor. ¿Y luego? ¿Cómo nombrar esta angustia que surge de continuar, de permanecer, de mirar, a pesar de ya no estar en ti mismo? A través de las capas de neblina deshilachándose adivinaste la salida del túnel que, intuiste — ¿fueron los espíritus quienes te lo dictaron?— sería como el acerado canal de una aguja. Salida luminosa que te acosa como si miraras el sol: clara luz a la que prefieres volver el rostro (pero no el rostro) para permanecer en la infinita pena de verte tendido ahí, al lado del sedán Protos negro, como un títere al que hubieran cortado los hilos, desfigurado dentro del charco de sangre, las aletas de la nariz profundas y dilatadas, los ojos asimétricos, desorbitados, que parecen, desde ahí abajo, buscar, buscarte, buscarme aquí. Mira, llevas la misma ropa del día dieciocho en que te aprehendieron: la camisa dura, el jacquet y el pantalón claro a rayas. El sombrero de hongo —ridículo— ha rodado hasta cerca de una de las llantas del Protos. Y con la pena parece retornar el dolor físico. Pero no. Es como la sensación de una tierra que ya no tienes en las manos, que ya no puedes palpar, la sensación que deja un miembro que ha sido amputado.
Quédate ahí, hermano. No te vuelvas hacia la luz. Concéntrate en el momento en que abriste los ojos (pero no los ojos) y a través del velo rojo que hizo caer el estallido del disparo, como párpados de sangre, te descubriste mirándote a ti (a mí) mismo. Antes de ascender a más altas regiones —encuentros tan esperados con quienes, desde tanto tiempo atrás, mantuviste comunicación— observa tu pobre cuerpo un instante más. Recuerda la “sabiduría del espejo”, que leíste en El Bardo Thodol, uno de tus libros predilectos. Estás solo (tú y yo), el espejo no refleja sino un rostro —contraído por una mueca de dolor— con el que hablas (hablamos).
¿No eras tú el que siempre se refirió a su cuerpo como un mero instrumento para cumplir los designios de la Providencia, y llegaste a casi despreciarlo? ¿No le dijiste a Roque Estrada: “Mi valor nace de que no estoy atado al cuerpo”? Qué caro se lo cobró en los últimos minutos, hermano, haciéndote por primera vez plenamente consciente de su complejo mecanismo por el cual la sangre circula, el hígado segrega bilis, el páncreas re gula el azúcar, los riñones producen orina, los músculos responden a tus órdenes. Conciencia que ya era, de alguna manera, desde ese instante, una muerte anticipada: sólo el olvido de nosotros mismos nos hace vivir, nos entrega a más altas ocupaciones.
¿O fue el rompimiento tan brusco, tan repentino, tan a destiempo? ¿Ola convicción de haber cometido un gran error sin lograr ubicarlo con exactitud? ¿Te hubiera su cedido igual si mueres en tu casa, con las manos de Sarita entre las tuyas? O es el presentimiento de que tu muerte no hará sino desencadenar otras muertes, otros odios hasta ahora dormidos, el tigre que tanto temió don Porfirio que despertara, ola roja que cubrirá a tu país como a ti te cubrió los ojos con el estallido del último disparo? ¿No te jactabas más de tus triunfos conseguidos en el campo de la democracia que en el de batalla? ¿Y ahora? ¿Qué hacer con toda esta violencia de la que te sientes responsable? ¿No te duele más el sacrificio de tu hermano Gustavo que el tuyo propio?
Por eso, espera: entiende, entiéndete, entiéndeme. No intentes marchar con esta gran culpa a cuestas. Aférrate al último latido, al recuerdo del último latido: permanece en él, no lo olvides, eternízalo. Puedes ser ese último hálito de vida, la última bocanada de aire que oxigenó tu sangre, la trayectoria del tiro de gracia —de gracia, imagínate, como si garantizara la salvación—, eso, la trayectoria de la bala que disparó el mayor Francisco Cárdenas cuando ya estabas en el suelo, desangrándote, y que se incrustó en tu cráneo, fracturó el hueso occipital, destrozó el cerebelo y el bulbo, desgarré las meninges y fue a alojarse, en pequeños fragmentos, en la base del cráneo, a la derecha de la silla turca.
*
Vamos, hermano, ha pasado un instante del disparo del .38 Smith & Wesson. Hace también apenas un instante el mayor Cárdenas extrajo el revólver del carcax y te obligó a bajar del auto jalándote de la manga del saco, mientras su grito refundía el odio que adivinaste en sus ojos y en sus movimientos.
— ¡Bájese usted de una buena vez, carajo!
Hace apenas un instante del frío metal del cañón de la pistola en tu cuello, el rasguño de la mirilla, el estallido del disparo y la ola roja.
Ese mayor Francisco Cárdenas, del 7° Cuerpo Rural, el mismo que, contra su voluntad, aprehendió al general Reyes en Linares —cayendo a sus pies, llorando, tomándole la mano, rogándole que no se entregara— y que dos noches antes, en casa de Ignacio de la Torre y Mier, ante un grupo de militares, manifestó su disgusto por que continuabas vivo:
—Deberían de torcerle el pescuezo a ese enano, que bastantes males ha hecho ya al país. ¡Yo, si quieren, le apago el resuello!
Qué amargo traerte como última imagen de allá sus ojos encendidos en el momento en que bajabas del auto y lo mirabas casi en escorzo.
Y qué largo el trayecto a su lado, en silencio, del Palacio Nacional a la Penitenciaría, por la calle de Moneda, por la del Relox, por la de Cocheras, por la de Lecumberri hasta los llanos de San Lázaro. Te removías en el asiento, nervioso, encogido, con el portafolios entre las piernas, en una postura como de ave con las alas plegadas.
Hubieras anhelado decir algo, cualquier cosa, aligerar la agonía que para ti había comenzado ya —y dudabas tanto de todo: de que ese sacrificio al que marchabas tuviera algún sentido, del pueblo por el cual apostaste, y hasta dudabas de ese “puente para ir entre los vivos y los muertos, sin más requisitos que la fe”, según escribiste. ¿Qué había sido en esos momentos de tu fe, hermano?—; pero qué ibas a decir si sabían los dos, Cárdenas y tú, a dónde iban, y su perfil inconmovible, como de hacha, que se recortaba en la luz plateada que llegaba del exterior, te lo respondía todo.
*
Cuando el mayor Cárdenas se suicide algunos años después —disparándose un tiro en la cabeza, como el que te disparó a ti, ¿buscando que la trayectoria de la bala sea la misma?— ¿se traerá también el recuerdo de tus ojos como última imagen?
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Al llegar a la Penitenciaría se detuvieron los autos —en el de atrás, un Packard gris, iba Pino Suárez— y Cárdenas se bajó a hablar con Luis Ballesteros, a quien Huer ta nombró el día anterior director del establecimiento penal “para que te recibiera”. No lograbas dejar las piernas quietas —a pesar de tanta disciplina física y el yoga nunca lograste dominar del todo tus nervios— y estrujabas el portafolios con unas manos sudorosas, que hormigueaban. Cuando regresó Cárdenas le preguntaste a dónde iban (no pudiste evitarlo, cuánto hubieras desea do que no adivinara tu estado de ánimo, que no escuchara tu voz sincopada ni el largo suspiro del final).
—A entrar por la parte de atrás de la Penitenciaría—contestó casi sin mirarte, haciendo una seña al chofer, quien lo observaba por el retrovisor.
—Por la parte de atrás no hay puerta —replicaste, con un hilito de voz que quizás él ya ni escuchó.
Y en la parte de atrás de la Penitenciaría esperaba una silueta fantasmal con una linterna, como un ave agorera.
Ya no tenía remedio. Lo de la pistola fuera del carcax y el jalón del saco para que bajaras del auto y el grito:
— ¡Bájese usted de una buena vez, carajo!— y el estallido del disparo, fue lo de menos. No podías sufrir más de lo que sufriste en el trayecto, en el silencio que encerró como en una esfera de cristal a tu asesino y a ti y les creó — ¿por qué no reconocerlo, hermano?— hasta una cierta comunión.