Muestras literarias

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Compañía General de Ediciones, 1979.

Anónimo

Parece cosa de risa pero aquella noche desperté siendo otro.

Se dio así nomás, al abrir los ojos y comprobar que mi cuerpo no era mi cuerpo.

Calma, me dije, en un momento va a pasar. Pero me senté en la cama y no reconocí una ventana sin cortinas, abierta a una noche despejada y silenciosa.

Me volví bruscamente y al encontrar a mi lado un rostro de mujer que no era el de mi mujer estuve a punto de soltar un grito que ahogué con el dorso de la mano.

Apoyé la espalda en la almohada y respiré hondo.

De la mesita de noche (que no era mi mesita de noche) tomé el reloj de pulsera (que no era mi reloj de pulsera) y vi la hora: las doce con un minuto.
Eché un vistazo a la recámara. A pesar de que sólo distinguía las sombras de los muebles, esas sombras no me decían nada: ni el tocador, ni la cómoda, ni los cuadros religiosos de las paredes, ni la camisa blanca colgada en el respaldo de una silla con una actitud de fantasma cabizbajo, como si reflejara mi situación.

Una sola sombra familiar hubiera bastado para rescatarme, pero no la encontré. Restregué los párpados. Seguro se trataba de un mal sueño. Me cubrí el rostro con los Cobijas y traté de no pensar.

Pero era por demás: no lograba conciliar el sueño y me sentía cada vez más despierto, dentro de una lucidez que me quemaba.

Recordé lo que le sucedió a un amigo: una noche iba solo en su auto, y al mirar por el retrovisor des cubrió un rostro desconocido, pálido y muy serio, en el asiento de atrás. No se atrevió a volver a mirarlo porque temía confirmar su presencia. Simplemente continuó su camino con la vista clavada en el auto de adelante, sudando frío pero conteniéndose. Así llegó a su casa y no averiguó más. Al día siguiente su vida continuó normal, con los dos viajes a la oficina y ya sin nadie en el asiento de atrás.

Podía ser, ¿por qué no?, que me sucediera lo mismo: despertar por la mañana y encontrar lo que encontraba todas las mañanas desde hace años: los mismos muebles, el mismo rostro de mujer, la misma ventana que se abría al mismo jardín.

Pero presentía que para lograrlo era necesario dormir hasta que saliera el sol. Que hubiera luz. Eso, que hubiera luz. El día todo lo aclara.

Varias horas después, o quizá sólo fueron minutos, continuaba despierto.

El malestar de tener el rostro cubierto con las cobijas se aunaba a una angustia creciente que me desbocaba el corazón. No soporté más y apartar las cobijas fue como sacar la cabeza del agua y a pesar de ello continuar sin aire.

Me puse de pie y fui a la ventana.

Respiré mejor. Un olor herboso subía del jardín. Me asomé: era un jardín pequeño, con macetones, un caminito adoquinado y una barda cubierta de enredadera que lo separaba de la casa contigua.

¿Qué hacía yo allí?

Observé como a un bicho raro la mano que tenía apoyada en el antepecho de la ventana. Dedos gruesos, con las uñas cuadradas y el vello oscuro. Sin embargo, se movían cuando mi voluntad lo ordenaba.

No me atrevía a yerme en el espejo del tocador y busqué la puerta. La abrí con suavidad, temiendo despertar a la mujer. No daba a un baño, como había imaginado, sino a un pasillo. Entré en él con la sensación de entrar en el pasillo de un sueño. Palpando paredes y muebles, con movimientos que eran como caricias, llegué a otra puerta. Dudé un momento ¿Qué debía hacer? ¿Adónde daba esa puerta? ¿Y si despertaba a alguien? Aunque quizá fuera la solución. Despertar a alguien y preguntarle: ¿quién soy? Por favor, díganme quién soy y en dónde estoy. Pero sentía pavor de hablar con alguien— en tales circunstancias. Me decidí. Tiré del picaporte con una mano temblorosa pero suave. Me asomé por una rendija pero no distinguí nada. Estuve a punto de regresar a la cama, cerrar los ojos y, durmiera o no. esperar así el sol: por la mañana todo sería distinto. Entonces abrí un poco más la puerta y distinguí el tenue resplandor del mosaico. Estaba en el baño. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Pero la luz acentuó el miedo. Me plantaba de golpe en un mundo que no era el mío, ahora sí con toda claridad: la cortina de la regadera, con flores azuIes; el mosaico, también azul; la ventanita de vidrio corrugado; el tubo de luz neón arriba del botiquín; la repisa con frascos de colores… No me moví. Durante quién sabe cuánto tiempo permanecí mirando a mi alrededor. Aunque al recordarlo me parece que en realidad no miraba nada. Más bien buscaba en mi interior una señal como antes, en la recámara, una sombra conocida. Cuando era niño y mi madre me despertaba susurrando mi nombre al oído, yo abría los ojos, restregaba los párpados y le preguntaba: ¿dónde estoy? Y eran su aliento y el timbre de su voz, más que su respuesta, los que me ubicaban de nuevo en un mundo familiar. En cambio el mundo que tenía entonces ante mis ojos era inhabitable porque no había lazos que me unieran a él.

Lentamente me acerqué al espejo del botiquín. Ya sin sorpresa comprobé que mi rostro no era mi rostro. Palpé las mejillas, los labios, los párpados, la frente, el cabello (yo, que era calvo). Empecé a llorar. Sentir correr las lágrimas me reconfortaba como lo único verdaderamente mío. Me acerqué un poco más al espejo. Abrí la boca, observé los dientes, la lengua, las encías. Hice muecas, simulé sonrisas. Traté de mirar en el fondo de los ojos y creo que fue cuando más me desconcerté. Algo había allí que me producía un mareo muy cercano al desmayo. Sentí que ya no sabía quién era ni quién había sido antes, y hasta dudé de haber sido alguien alguna vez.

A partir de ese momento todo es confuso.

Dicen que pegué un grito y que me encontraron arañándome el rostro y jalándome el pelo, sin despegar los ojos del espejo. Recuerdo veladamente haber visto a mi lado a la mujer que descubrí en la cama cuando desperté: Sus manos pequeñas que trataban de detener las mías. Sus ojos asustados. Su voz sincopada suplicando que me calmara. Su abrazo definitivo, como el vislumbre de una playa después de tanta brazada inútil. Sus caricias en la nuca. El llanto de los niños y el regreso a la cama. La inyección y la caída en un sueño sin imágenes.

¿Puede haber mayor dolor que compartir el lecho con la mujer que se ama, y sin embargo ser incapaz del más mínimo deseo sexual?
Y así día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.
Y comprobar cómo en ella también se apaga el deseo, transformándose en su opuesto: en una apatía creciente, en un descuido de su persona, en una falta de sensibilidad y de color en la piel.
Y comprender que ya es por demás luchar.

Todo culminó la noche en que llegué a la casa y así, de entrada, le dije a Lucía:
— ¡Estuve con una puta!
Angustiado, con una mano en la frente, como le diríamos al sacerdote un pecado que podría condenar nuestra alma si lo guardamos.
Sus ojos brillaron. Puso un dedo en los labios: los niños estaban cerca y podían oírme. ¿Por qué mi necesidad de llegar a contárselo así, de entrada, y en voz alta? Reacción absolutamente anormal. Los placeres personales, ocultos, son, en toda pareja, parte fundamental de su armonía. Yo en cambio sembraba el desconsuelo y la desesperación en la casa con mi absurda sinceridad.

No pude sentarme a la mesa con ellos. Estuve en el sofá de cuero de la sala, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Les dio de cenar a los niños y luego subió a acostarlos.
— ¿No quieres tomar algo? —dijo cuando bajó.
—No, nada.
Vino a sentarse junto a mí, con el ovillo de lana y las agujas. Empezó a tejer en silencio.
—Perdóname por lo que dije.
Ni siquiera se volvió a yerme.
—Cuéntame.
— ¿Cómo puedes pedirme eso?
—Prefiero.

Hundí la cara entre las manos y me solté llorando. Traté, pero no pude evitarlo. Cada acto de aquel día me acercaba un poco más a la locura y yo me limitaba a contemplar la caída. Era como si estuviera y no estuviera en mí.

Sentí la mano de Lucía en mi pelo y abrí unos ojos asombrados. Ella sonrió. Había dejado las agujas y el tejido en el suelo, a un lado del ovillo, y su mano bajó por mis mejillas y recogió una lágrima que llevó a sus labios, besándola, besándose.

¿Por qué nos sorprende más el amor que el odio? Especialmente cuando hacemos todo para provocar este último.
—Te estoy besando a ti. Al Rubén más oculto que pueda imaginar. Mejor dicho, al que ni siquiera alcanzo a imaginar. Al Rubén que ni siquiera Rubén conoce.
— ¿Cómo puedes…después de lo que sucedió?
—Cuéntame.
—Fue horrible.
— ¿Estuviste…estuviste?
—No pude.

Ella no dejaba de acariciarme el pelo.
— ¿Qué pasó?
—La recogí en la calle. Simplemente vi a una mujer parada en una esquina, con la actitud de a ver quién la recogía, y me dije a mí mismo: ¿por qué no? Quizá sea el camino para rescatar el deseo: otra mujer que no sea mi mujer, cualquier mujer. La llevé a t hotel. La obligué a las posturas más ridículas que te puedas imaginar.
—Cuéntamelo todo.
— ¿Cómo voy a contártelo todo?
—Te lo suplico.
—Bueno, pues se desvistió.
— ¿Y luego?
— ¡Siento horrible de contarte estas cosas! —me hundí en el sofá.
—Yo en cambio creo que puede ser el camino. Dime.
—Tú me conoces mejor que nadie. Has visto cómo se aleja todo de mí sin que pueda evitarlo.
—Cuéntame.
—La besé largamente, con desesperación. Yo trataba. Hice un verdadero esfuerzo.
— ¿Te gustaba?
—Sí, me gustaba. Tenía un cuerpo exuberante, como me gustan. Y no que no tuviera yo erección. Erección sí tuve. Sólo que... ¿Me entiendes? Cuando la vi acostada en la cama, desnuda...
— ¿Sentiste culpa?
—No, culpa no. Para nada. Pero...
— ¿Te gustaba más que yo?
—Cómo puedes decir una cosa así.
— ¿Yo te gusto mucho?
—Muchísimo.
— ¿Te gusta mi pecho?
—Me fascina.

Bajó los ojos y se miró a sí misma, recorriéndose profundamente. Desabotonó la blusa. Una vena azulísima cruzaba como un río el nacimiento de los pechos.
— ¿Quieres verlos?
—Sí —aflojé el nudo de la corbata, tragué gordo. La respiración de Lucía se alteró. Bajó el sostén y me mostró sus pechos blanquísimos. Entrecerró los ojos.
—Acaríciame —dijo.

Mi mano temblaba. Me limité a recorrer con la punta del índice una de las venas. Mi dedo serpenteó en su pecho un instante. Luego lo retiré con un gesto de rechazo que no pude evitar, como si algo me quemara.

Lucía se recostó en el sofá y me extendió las manos. Miré hacia la cocina. La sirvienta podía salir en cualquier momento. Además de que podían bajar los niños. Lucía en cambio parecía entregada a la excitación. Me acerqué a ella. Tomé su cabeza entre mis manos y le di un largo beso. Luego se bajó la pantaleta y yo traté de penetrarla, pero no pude. Me abrazó, y finalmente sus músculos se aflojaron. Lloró y yo también lloré. Supe cuánto estaba sufriendo, como si sintiera ese sufrimiento en mí. Quién sabe cuánto tiempo estuvimos así, abrazados y llorando, pero yo sabía que era la última vez que estábamos así, que ella no volvería a intentarlo, que se sentía tan derrotada como yo, aunque me amaba, aunque me continuara amando.