Muestras literarias

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Oda a Cataluña desde los trópicos, Costa Amic, 1954.

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Entre aquel febrero y este noviembre
la nostalgia no.
No la nostalgia de pupilas inmóviles y lentas lágrimas
que necesita orfeones y leyendas,
sino la difícil dureza del tiempo -ya sin espera-
que hace navegables los recuerdos,
da rutas inflexibles a las imágenes sepultadas
y destierra los incendios fríos de los crepúsculos sin raza.

No la goteante nostalgia que llora un techo,
renueva el gusto de olvidadas harinas
y despierta la sombra de una flor en una frente
solamente el domado grito,
el grito que cae en un murmullo sin fin.


Desesperado vigor del vuelo de mi sangre sin diálogo,
—¡oh, sangre mía buscando respuestas entre las semillas más
altas del cielo!—
cenit eterno dominando mi espíritu y las manchas mutables,
eres tú, Patria.
Sales, lluvias, tierras y mares me ocultan el uniforme
de tu tristeza ennoblecida y callada,
pero me llegan todas las barcas que enlutas clandestinamente.
Sabes que ando perdido por las islas, mordiendo la delicada
raíz de tu nombre.


Aquí, donde África y los ciclones se citaron,
la sal de estas aguas socava la lejana alegría de mis ojos,
el trópico clava flores de plata furiosa en mi frente.
Aquí, ¡escúchame!, me sorprendo en las playas buscando
la ruina de un palúdico ángel de madrépora.
Extraño dentro del aire extraño, círculo entre las argénteas
columnas de los templos de palmeras,
sintiendo el rictus secreto de estas rocas tan
fabulosamente distantes de los pinos.

 

¡Oh, Patria, que tan amada has sido con lágrimas!,
dime: ¿qué hago aquí, fugitivo como siempre de toda llegada,
sitiado par atléticos perfumes,
dentro de las tardes de caballos y arco iris,
cerca de los ríos que ignoran la línea de mi cuerpo?
Yo también podría llorarte,
sollozar sobre las radiosas manos de los días adornadas
con las sencillas sortijas de las horas,
porque aquí todo es distancia para el anhelo nómada,
todo es lejanía para la tristeza que, a través de las ramas negras,
iba antaño a inmovilizarse en la luz de los inviernos.


Llanto y sollozo quizás, pero la añoranza no.
¿Cómo puedo añorarte si no te has desprendido de mí,
si eres tan fuerte de existencia que lo terrible se soporta
ligeramente,
como la silenciosa violencia del amor en el refugio de los
cuerpos?


Tu grito inmenso —detonación de velas en la bruma inmóvil—
ha roto la sonrisa del universo que se iniciaba en mis
cansadas plegarias.
Total y sin límites en mí, sintiéndote, minándote, integrándote
al instante que aún se eleva,
hallándote entre la realidad abrupta de la orilla y el rápido
sueño de la corriente.


Tú estás en todas partes.
Tú estás allí donde la muerte crece y se ensancha como una
desembocadura
y va con sus santos y héroes a abrir las bocas del silencio.
Vives en el grito del vencido que se perpetúa pasando de las
raíces a las cunas,
esperas en las constelaciones del mudo destino que ya está
escogiendo
la forma de la esperanza.
Allí donde nace la bondad del hombre,
allí donde los pueblos con estrella de justicia se sientan mirándose
tranquilamente a la cara,
tú respiras coronada de montañas y vestida de mar y espigas.
Tú eres la paloma que descansa en el arado del tiempo,
la resistencia de tus hijos a caer y callar,
aquella vigilancia del alma que hace comparar a las tuyas todas
las flores del mundo,
astro vertiginoso atado al ancla de mi angustia,
limpio dentro del fango, claro dentro de la moviente obscuridad
de la noche marítima.


Tú eres la tierra,
el árbol,
el fuego.
Invenciblemente hay que ir levantando el sonido de tu caída,
el violado peso joven de tu libertad sepultada ha de brotar,
en las cumbres, bajo los arcos del alba nueva.
Yo sólo vivo por la entrada luminosa de tus pájaros en
los graneros del mundo,
por la resurrección exacta de tu voz entre las espumas…


Traducción de Agustí Bartra