por Silvia Peláez

Mesa de homenaje para Luisa Josefina Hernández,
a propósito de su aniversario 90

 

Buenas tardes a todos. 

Me siento honrada por esta invitación de la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes y para festejar así 90 años del nacimiento de una escritora de la relevancia de Luisa Josefina Hernández, con admiración y respeto. Hoy, cuando las comunicaciones han adquirido la velocidad de la inmediatez, tomamos una pausa para este encuentro, una invitación a leer, releer y recordar a la dramaturga, novelista, maestra. 

Mi admiración hacia ella surgió paulatina y calladamente, de una forma suave pero poderosa, como la gota de agua sobre la piedra, dejando marcas profundas, surcos por los que he transitado también como autora. Desde aquí le hago llegar, Maestra, mis felicitaciones y agradecimiento.

 

Noventa: nueve veces diez para celebrar una vida plena de tiempo de lectura y de pensamiento; de escritura y docencia. De lectura que se traduce en escritura; de pensamiento trasladado al análisis y teoría dramática; de escritura profunda, inquieta, que ha encontrado su realización en la escena y en las publicaciones; de docencia que ha impactado a generaciones de dramaturgos y dramaturgas.

La primera vez que me acerqué a alguna obra de Luisa Josefina yo estudiaba actuación con José Luis Ibáñez en aquel taller legendario que daba en su casa. Cierto día, llegó a mis manos el libro La calle de la gran ocasión con diálogos escritos por Luisa Josefina Hernández en una edición de Editores Mexicanos Unidos editorial que, por aquel entonces, publicaba mucho teatro. Al estudiar el texto, las palabras se deslizaban por mi boca, haciéndome cómplice de la tensión dramática por la que cursaba el personaje; eran diálogos cargados de verdad dramática, lingüística, humana. Eran diálogos escritos para el escenario, para los actores, lo cual nos habla de una autora consciente de la fuerza de la palabra dramática que se traduce en la escena.

Y repitiendo los textos hasta hacerlos míos, para encarnar al personaje en cuestión, Luisa Josefina me fue enseñando un mundo, una forma de escribir, de ser dramaturga. Sus diálogos y personajes se fueron metiendo debajo de mi piel sin darme cuenta. Y así fui aprehendiendo su universo de imágenes, su mundo textual, la mirada poética y al mismo tiempo prosaica, vital y verdadera de esta autora mexicana de obras teatrales, crónicas y novelas, primera mujer en ser nombrada Profesora Emérita de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, su Alma máter, donde inició sus estudios en 1946. 

Decir Luisa Josefina Hernández es hablar de una de las escritoras fundamentales del siglo XX, cuya obra total es poco conocida. Compartió su desarrollo como dramaturga con autores como Sergio Magaña, Emilio Carballido y Héctor Mendoza, Rosario Castellanos y Jorge Ibargüengoitia; su propia visión del teatro, de la escritura, de la vida, la lleva a tener una presencia poderosa desde la academia. 

Con una técnica depurada, sintética, sugerente y compleja para despertar la imaginación y sensibilidad actoral, su obra nos devuelve un mundo profundamente humano donde las relaciones entre los personajes son la amalgama de la pieza teatral. Personajes con muchas aristas, plenos de compleja humanidad, como esos personajes inolvidables de su saga dramática Los grandes muertos.

Largo ha sido su camino desde Aguardiente de caña (1951) hasta Una noche para Bruno (2007), trabajo por el que ha recibido premios y reconocimientos: de 1952 a 1953, y de 1954 a 1955 fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, ya extinto, al que también tuve el honor de pertenecer. En 1971, Luisa Josefina fue acreedora al Premio de Literatura Magda Donato por su novela Nostalgia de Troya; en 1982 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por Apocalipsis cum figuris, y en 2002 fue ganadora del Premio Nacional de Ciencias y Artes en el Área de Lingüística y Literatura. Premios que reconocen la fuerza y el pulimento de su escritura; la potencia de sus historias y personajes; la belleza de su palabra.

 

¿Cómo se llega a escribir para el teatro? Cada autora, autor, llega por muy distintos caminos. Nuestra festejada de hoy, nacida en 1928, llegó de la mano de Emilio Carballido, como ella misma lo relata en la entrevista que le hizo su nieto, David Gaitán, joven dramaturgo y director (El Milagro) que hoy nos acompaña: “(Emilio) Carballido… me convenció de escribir teatro después de mucho perseguirme [Yo] Había visto la puesta en escena de Seki Sano a Un tranvía llamado deseo […] y después de esa experiencia me decidí.” 

De acuerdo con ella misma, Seki Sano la enseñó a ser estricta luego de 15 años de colaboración, además de que recuerda la excelente puesta en escena que el director hizo de su obra Los frutos caídos, escrita después de un seminario con Rodolfo Usigli, obra en tres actos, con la cual, se graduó de la universidad en 1955 cuando obtuvo el grado de maestra en Letras, especializada en Arte Dramático. Posteriormente, llevó esta obra a Celestino Gorostiza que estaba en Bellas Artes, y se estrenó en 1957 en el Teatro El Granero. 

Sin embargo, Luisa Josefina sentía que le faltaban elementos para analizar teóricamente un texto dramático. Gracias a la beca de la Fundación Rockefeller para estudios en la Universidad de Columbia, al estudiar con el teórico Eric Bentley (cuyo texto La vida del drama ahora ya ha sido traducido al español, pero entonces sólo existía en inglés), y al leer libros como el de Teatro griego de Kitto (que, por fortuna, también se está traduciendo después de tantos años), comprendió lo que era el análisis dramático y diseñó un método para analizar una obra teatral.

Los frutos caídos es una obra inscrita en el realismo que relata la historia de Celia, quien, divorciada, con hijos de diferentes padres, huye de la Ciudad de México. En los personajes femeninos de la autora, podemos ver cómo se debaten entre el sentido del deber y el sentido de placer, con lo cual, además de entregarnos personajes complejos, habla de mujeres independientes, adelantándose, de cierta forma, a las ideas de esta índole. 

Gran conocedora de la teoría dramática rechaza las modas pasajeras, por lo que podemos definir la obra dramática de Luisa Josefina Hernández como exacta en el sentido de que sigue un diseño de la obra bien definido y calculado; sus historias, personajes, diálogos y situaciones evocan imágenes nítidas, incisivas, memorables y sobrias, además de que busca el lenguaje más preciso posible, como vocabulario y expresión de los matices del pensamiento, emoción, deseos, motivaciones de sus personajes.

A diferencia de sus compañeros de generación, Luisa Josefina es una dramaturga cuyos textos no han visitado la escena con la frecuencia deseada para que se reconozca su voz, su pensamiento, su sensibilidad, su visión y su inteligencia a través de su creación artística, por lo que no ocupa todavía el lugar que merece en el medio literario y teatral. 

Su obra dramática se constituye como un soporte de la dramaturgia mexicana sobre todo, sin olvidar que sus novelas son también muestra de su conocimiento y talento literario. Luisa Josefina es una autora quizá no suficientemente conocida por las generaciones más jóvenes, puesto que hace algún tiempo ya que dejó de impartir su cátedra en el Colegio de Teatro, pero me atrevo a pensar que tampoco por dramaturgos no tan jóvenes. 

Para ella, el mejor dramaturgo es aquel que haya asimilado toda la técnica existente y que ya no piense en ella y, además, que tenga un “soberano talento”. Y ella, con ese soberano talento, nos ha entregado historias en las que el espectador se adentra sin pensarlo porque no es visible la técnica sino esa forma de ella tan peculiar de tejer las historias, no como una urdimbre y trama que se contradicen y unen para formar un tejido, sino como un telar de cintura que va creando diseños complejos a medida que produce un lienzo. 

La obra literaria de Luisa Josefina Hernández destaca tanto por la maestría en la técnica, como por el conocimiento de Shakespeare, Brecht y Beckett, entre otros, así como por su competencia en distintos idiomas. Sin embargo, para su dramaturgia ha elegido, con toda conciencia, como ella misma lo dice, un lenguaje neutro que sirva para comunicar, que transmita ideas y sentimientos. Y ella dice neutro, pero yo digo que es un lenguaje en consonancia con los personajes y su mundo en cada obra, en cada situación dramática surgida de su trabajo creativo. Porque ella escribe desde una necesidad espiritual, la del artista pleno que, con su teoría y su mirada, da forma al mundo.

Ahí se puede atestiguar, como lector-actor, ese tejido de la dramaturgia que acerca a los personajes, les confiere una humanidad teatral siempre tensa por los hilos invisibles de la técnica, y arropados por la sensibilidad artística y el talento dramático de la autora. Luisa Josefina pone atención extremadamente precisa y meticulosa para crear cada uno de los personajes, la composición de la imagen, la definición de los detalles que suman tensión a las relaciones, la atmósfera. “Su riqueza expresiva surge de la libertad espiritual de rendirse al hecho” (como lo señala su alumno dilecto Fernando Martínez Monroy).

 

A principios de 1957, se presentó en la UNAM para dar clases armada con aquellas ideas y pensamientos en torno al análisis dramático y la comprensión de los géneros. Y así inició el desarrollo de un sistema de análisis dramático, y en sus clases se interesó por escuchar a sus alumnos y dar seguimiento a sus avances, algo que ella no había recibido en las clases con Rodolfo Usigli. Luisa Josefina Hernández, se maravilla de sí misma, en cierto sentido, cuando se reconoce como “maestra de literatura”, vocación que la condujo durante décadas a beneficiar y compartir conocimientos con numerosas generaciones de dramaturgos e investigadores.

Su trabajo teórico va entrelazado con el estudio de obras específicas de Chéjov o de Shakespeare, sin embargo no ha escrito un volumen dedicado a exponer su perspectiva de análisis dramático o de método para la escritura dramática, pero sí ha elaborado ensayos críticos sobre obras en los cuales desarrolla sus aportes teóricos. Sus enseñanzas se han volcado en los nóveles dramaturgos a través de la práctica, de la escritura, y de la definición de la especificidad del drama, de su delimitación estructural, y de la entrega con pasión a su labor como maestra.

Al revisitar sus textos, sus ideas, sus posturas respecto a la dramaturgia y sus creadores, sobre la dramaturgia de mujeres, la teoría dramática, descubro mis coincidencias con ella, y en cierta forma lamento no haberla tratado o haber tomado alguna clase con ella. Una de esas coincidencias es que en algún punto como dramaturga, me he encontrado con la idea de hablar sobre México, la necesidad de escribir sobre México y lo mexicano, desde una perspectiva no histórica sino dramática, de relectura, de resignificación. Luisa Josefina Hernández señaló, en alguna ocasión, que “ya se escribió a México desde los toltecas hasta la fecha, por lo que no hay necesidad de que el teatro mexicano siga contenido en el ambiente mexicano.” Pero ella escribió obras como Popol Vuh, Quetzalcóatl, La fiesta del mulato y La paz ficticia (publicadas por Escenología en 1994) en las que está contenido México desde diferentes perspectivas y momentos, cosmogonías y culturas. Además, en su obra hay un México de aromas, sabores, sonidos y relaciones de poder, culturales, jerárquicas y humanas como en Los grandes muertos (FCE, 2007), obra monumental, saga dramática compuesta por doce textos, sin par en su género.

De su teatro ha dicho que lo escribe cuando se lo encargan, mientras que su narrativa la escribe cuando desea escribirla. Porque no hay que olvidar que ella es también narradora y que cuenta en su haber una decena de novelas, en las que utiliza un lenguaje narrativo cercano a la mejor tradición novelística, con una prosa exigente, estructuras complejas con personajes verosímiles e inéditos en realidades urbanas. 

En su saga dramática Los grandes muertos, que en tiempos recientes llevó a escena la Compañía Nacional de Teatro y ha sido publicada por el FCE, puede verse esa escritura precisa y meticulosa para crear cada uno de los personajes, la composición de la situación, la definición de los detalles que suman tensión a las relaciones, la atmósfera. En una historia que abarca generaciones unidas por “la sangre, el parentesco, las pasiones” como dice Emilio Carballido en el prólogo. En alguna ocasión, tuve oportunidad de indagar, junto con alumnos, algunas escenas de estas obras articuladas entre sí, y quedé fascinada por el desarrollo de personajes, y de las relaciones entre ellos, por la belleza del lenguaje y la fuerza de las pasiones, por el juego de tensiones dramáticas sutiles y poderosas.

Y cito aquí de nuevo a Fernando Martínez Monroy, hoy profesor del Colegio de Literatura Dramática y Teatro, a propósito de Los grandes muertos: “concebidas como la exploración en busca del origen, de las causas y motivaciones temáticas recurrentes […] de la autora. Los grandes muertos son los fantasmas cuyas voluntades y fantasías siguen nutriendo a través de las fantasías, decisiones y acciones de sus descendientes […] a través del conocimiento de los ancestros como puede explicarse quién es uno.”

Por ello, invito a los dramaturgos y escritores, jóvenes y no tanto, a acercarse al conocimiento de nuestros preceptores dramáticos, escritoras como Luisa Josefina Hernández, para comprender quiénes somos hoy como dramaturgos en esta sociedad compleja, cómo se ha alimentado el gran árbol de la dramaturgia mexicana. 

En cierto momento, Luisa Josefina decidió callar su pluma, ese deslizar de la tinta sobre el cuaderno rígido de pasta dura, porque sus obras no se representaban. Hoy, la competencia en el teatro mexicano de textos que anhelan llegar a escena es enorme, pero ojalá se produzcan otros montajes de Luisa Josefina Hernández que den vida escénica a sus personajes, a sus historias, a sus obras, y que se difunda la edición de su obra dramática completa que nos ha heredado.

Felicidades por sus 90 años de vida a Luisa Josefina Hernández, una autora fundamental de la literatura mexicana.

 

Muchas gracias.
Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes
 Domingo 4 de noviembre de 2018