* Publicado en México en la cultura, suplemento de Novedades, México, 18 de septiembre de 1949.
Quienquiera venir al Zócalo en la noche del 15 de septiembre para ver esa girándula de fuego y de sonidos, deje en su casa los escrúpulos y los vestidos nuevos. Traiga solamente lo que le quede de hombre sencillo, dispuesto a maravillarse y a comprender.
Siempre he creído que las cincuenta mil personas que se reúnen en el Zócalo cumplen por todos nosotros con un ineludible deber. Al considerar que sólo una mínima parte de los habitantes de México celebran nuestras fechas memorables, se da uno cuenta de cómo nos vamos apartando cada vez más del espíritu popular. Todos parecen temer al pueblo, a sus violentas y efusivas reacciones. Cada vez crece en nosotros una especie de vergüenza, de mezquino pudor que nos impide unirnos a los que son capaces de alborozarse y gritar su entusiasmo en plena calle. Cuando alguien nos propone que vayamos al Zócalo el 15 de septiembre, tomamos aires de personas escandalizadas, tal visita nos parece un alarde de valor y mal gusto.
Por fortuna el pueblo sabe ser fiel a sus tradiciones, y el hijo del obrero, endomingado y con su banderita en la mano, nos asegura la continuidad de esa patriótica algarabía, de esa fiesta que inunda el centro de México en su noche nacional.
Me imagino lo que sería de México, del México indiferente y razonable que prefiere quedarse en su casa en vez de salir a la calle a respirar el aire de las fiestas patrias, si no existiera esa multitud de hombres, de mujeres y niños que en sus hogares humildes, que en los patios de vecindad están labrando con sus manos los adornos patrióticos, las banderas de papel, los gallardetes, los gorros festivos, los cohetes. Siempre he sentido que las fiestas patrias surgen de las oscuras manos de esos seres que en sus humildes habitaciones recortan, pegan, pintan y dibujan papeles de colores, que tejen festones, que confeccionan arcos y coronas. Porque para mí el primer aviso de la patria que celebra su cumpleaños, me llega siempre en figura de electricista o de vendedor de banderas. (Ayer, sobre el prado de un jardín he visto una parvada de colores: todas las banderas del mundo, en miniatura, clavadas sobre el césped.)
Al pasar por las calles del centro en estos primeros días de septiembre, se advierte de pronto una hilera de focos en el suelo. Focos de colores… Luego se da uno cuenta: verdes, blancos y rojos. Allí están los electricistas, atareados, con sus overoles azules y sus anchos cinturones de cuero llenos de pinzas y martillos. Se les ve también en la catedral, subidos en las torres, en la extensa fachada del Palacio Nacional, en la frente risueña del Ayuntamiento, atornillando, atornillando a millares de bombillas, cubriendo las piedras de México con sus guirnaldas de alambre. Y piensa uno ya en los monumentos que surgirán en la noche como arquitecturas soñadas, ardiendo como lámparas inmensas que alumbran la memoria de México.
Ante la grandeza de ese escenario que va desde el Castillo de Chapultepec, se echa de menos una alegre, entusiasmada muchedumbre. El desfile de automóviles no alcanza a realizar lo que sería esa infinita romería. Y si se observa con cuidado a las gentes que concurren desde todos los puntos de la ciudad hasta el Zócalo, se verán siempre los rostros, humildes, los trajes baratos, los grupos familiares que avanzan lentamente, detenidos por los pasos cortos de los niños, por el peso de la criatura en los brazos de la madre.
Tal vez en las ciudades pequeñas es donde mejor se sustenta el fervor patrio, y donde todos los habitantes concurren por igual a los festejos populares. La marea de visitantes que año tras año sube hasta la capital, trae un elemento de valor insuperable que da a la conmemoración nacional un esplendor nuevo. En los forasteros el sentimiento patriótico va unido a la alegría del viaje, y se refuerza con todos los atractivos del espectáculo capitalino. Vienen a buscar, y la hallan indudablemente, el alma de la patria. Añaden a la ciudad su emoción particular, como si la efusión personal de sus semblantes aumentara el brillo de las fiestas. Y es que ellos han traído desde lejos una cualidad sentimental que casi ha desaparecido ya en la gran ciudad, donde los hombres viven aislados en grupos sumamente pequeños, incapaces ya de producir la alegría colectiva del “quince” pueblerino.
En el pueblo, hay mil pequeños incidentes, mil lazos diversos que unen a las gentes entre sí al celebrar las fechas de septiembre. El niño que recita en la escuela un poema patriótico, la comisión que organiza la velada literaria, los miembros de la banda de música, el grupo de señoritas que disponen la “noche mexicana”, el profesor de escuela que pronuncia su discurso y el letrado que escribe su artículo, lo mismo que el presidente municipal que da el “grito” y los cueteros que han tenido a su cargo el “castillo”, todos se hallan relacionados entre sí y concurren a la celebración como cogidos de la mano, en ronda jubilosa.
He estado varias veces en el Zócalo, la noche del 15. Me he hundido en la algarabía, he arrojado cohetes y he puesto gorros de papel. No he visto nada más grandioso que la catedral iluminada. Perdido en un tropel inmenso, he reconocido en mí la fisonomía de un mexicano capaz de matar y morir por México.
Pero si se me pidiera un testimonio particular, diría que el alma de la patria vive sobre todo en la provincia, y que en cierta Plaza de Armas es donde mejor despliega sus alas tricolores. Diría también que las señoritas que dan vueltas en la serenata saben insuflarla en el alma de los hombres mucho mejor que los libros de historia.
Si un día tuviera que llevar el fusil sobre el hombro, confieso que lo llevaría con mayor gusto si en vez de ir pensando en un grandioso ideal, recordara a una de esas muchachas de mi pueblo que van vestidas de Patria en un carro alegórico, con su gorro frigio en la cabeza y con el cuerpo ceñido en la bandera. Y que al pasar por la plaza, con el rostro encendido, rígido y radiante, esquivan la mirada del asombrado galán, porque ese día no son Margarita ni Josefina, sino el alma y el cuerpo de México, que se pasean triunfalmente por encima de la admiración arrobada de los hombres.