Si bebe agua de este pozo nunca saldrá del pueblo
por Adolfo Castañón
Muchos leen un libro teniéndolo en su poder
y no saben qué leen ni saben entender
Otros poseen cosas preciadas de valor
pero no las estiman cual deberían hacer.
El Arcipreste de Hita
Décimo tercera Dama
La Marja Doña Gómez
La historia de Viaje a México se podría remontar a varios momentos: En un extremo, hasta poco antes del nacimiento del autor, cuando, a fines de 1951, se encontraron un domingo por la mañana, las miradas de la Dra. Estela Morán Núñez y el Lic. Jesús Castañón Rodríguez y poco tiempo después decidieron vivir juntas en los ojos del hijo futuro; en el otro, cuando Klaus D. Vervuert decidió proponerme en diciembre de 2005 que le diera un texto para que formara parte de su catálogo —sin saber yo que con ese libro se iniciarían las actividades de la editorial Iberoamericana en México en colaboración con Juan Luis Bonilla y Benito Artigas.
En medio, otros momentos, por ejemplo: cuando (hacia 1966) llegó el primer extranjero —un francés filósofo exdiscípulo de Michel Serres, que trabajaba en Nueva York como taxista— a pasar una temporada a casa de mis padres. O bien cuando salí en una excursión hacia Oaxaca en una motocicleta BMW para ver el eclipse total de sol con Enrique Alatorre —el hermano menor de Antonio—,Yolanda, su esposa y sus hijos Argel e Iris, Moisés Gamero y Jacobo Chenzinsky, quienes me hicieron sentir, por su forma tan distinta de ser, acaso influida por Erich Fromm, Ejo Takata, el monje zen, o por sus amigos intelectuales tal Jorge Ibargüengoitia o José de la Colina, como ajeno a mi propia familia, peregrino en mi patria o en fin, cuando recibimos a la mítica y chimuela Alcira Soust Scaffo —evocada por Elena Poniatowska y por el infrarrealista Roberto Bolaño—; casi todo un año hasta que un día mi madre, Santa Dentista, le dijo que tenía que escoger entre irse de la casa o dejarse arreglar la boca —Alcira comprendería bien que no era una buena publicidad para alguien de ese oficio (“en casa del herrero…”) tener en casa a una belleza desdentada.
Detrás del libro Viaje a México discierno una cuestión ética o, para decirlo con Paul Ricoeur, del sí mismo como otro. En la composición del manuscrito se fueron primero sumando y luego restando muchos textos (una primera versión incluía 82 textos y más de 500 páginas tamaño carta) hasta dar con la forma del libro en cuestión que sólo incluye 39 y tiene menos de 375 pp. Entre sus páginas palpita la pregunta: ¿quién soy?, ¿de dónde venimos? A mí ciertamente me costó trabajo darme cuenta de que la biblioteca de mi padre —a quien está dedicado uno de los capítulos del libro— no era México sino que estaba en México y que él era, para decirlo pronto, un hijo de su circunstancia, nacido en 1916, —un año antes de la Constitución de 1917 a la que cuidaba como una hermana menor—, formado en la escuela nacional preparatoria de San Ildefonso y en la Facultad de Derecho bajo la tutela de sus maestros Virgilio Domínguez, mi padrino Adolfo Menéndez Samará —cuyo nombre llevo—, Eduardo García Maynez, César Sepúlveda y Antonio Martínez Báez. Compañero de escuela de Ricardo Garibay, Manuel Calvillo, Gastón García Cantú, Jesús Reyes Heroles, Moisés González Navarro y Susana Francis, en fin, amigo de Manuel Porrúa, Andrés Henestrosa, René Avilés (padre) y Raúl Noriega Ondovilla.
Me costó, como digo, trabajo, años, diría la longevidad, darme cuenta de que ese señor que presumía de haber visto a los Octavios —Barreda y Paz— en el Café París junto con León Felipe, Jorge Cuesta, Alí Chumacero y Xavier Virraurrutia, era mi padre y que no sólo había nacido en México sino, que en algún momento de su vida, había decidido hacerse mexicano, ser “voluntario de México”, como diría Alfonso Reyes con quien, por cierto, tomó el curso de invierno 1941-1942, sobre la Antigua Retórica, según consta en un diploma de la Universidad Nacional Autónoma de México, fechado el 15 de febrero de 1942 y firmado por el Rector Mario de la Cueva.
¿Cómo le había hecho? ¿Cómo le habían hecho para sentirse a gusto en el país y no salir corriendo de aquí o vivir alimentándose del odio al país natal, para citar a Leopardi, o fingir que vivían en otra parte?
Durante mucho tiempo traje enterradas estas preguntas como aguijones en la garganta. A veces en la noche, me despertaba con un sentido de asombro y extrañeza, como si hubiesen cantado en mi interior, uno después de otro, los gallos de Sócrates y de San Pedro: ¿Qué hago aquí? ¿De qué se trata esto? Y por la mañana al ver a la gente en la calle, tan atareada y ensimismada, o tan despreocupada como alegre comadre de Windsor, me preguntaba si no estaría disimulando, si no sentiría en el fondo lo mismo que yo.
De niño prefería la compañía de los amigos de mi padre o de las amigas de mi madre a la de los muchachos de mi propia edad. Pero a partir de que en la adolescencia empezaron a llegar a mi casa visitantes extranjeros, me incliné hacia esos extraños y me transformé en guía de forasteros. Por una razón: esa gente —digamos la psicóloga canadiense a la que acompañé a Guanajuato— no sólo me divertía sino que, en cierto modo, me ayudaba a sobrevivir y alimentarme, me enseñaba, por ejemplo, que las alegrías de amaranto y obleas pintadas de colores que se vendían por la calle y que mucho antes habían servido de adorno comestible en los altares sacrificiales prehispánicos, como panes de panespemia, eran apetitosas; que aquellas vasijas metálicas llenas de granos de maíz eran sabrosas aunque en casa no comiéramos ezquites…; que las peregrinaciones religiosas podrían ser interesantes sobre todo si no se era creyente…; en fin, que se podía ir a una iglesia no a rezar ni a confesarse sino a tomar clases de historia del arte.
Estas experiencias me llevarían a leer como si fueran libros de aventuras —y de hecho lo eran— los relatos de los viajeros extranjeros por México o que aquí se reencontraron a sí mismos con todo y su desarraigo y desconcierto: D.H. Lawrence, Malcom Lowry, Aldous Huxley, Antonin Artaud, la Marquesa Calderón de la Barca, y desde luego, mucho más tarde, el Viaje a México de Paul Morand, traducido por Xavier Villaurrutia. Por cierto, el francés Paul tiene en común con el mexicano Castañón un rasgo: como mi segundo apellido es Morán, los dos viajes a México son obra de un Moran(d).
A la pregunta de quién soy la acompañaba en paralelo otra: ¿y quiénes son esos multitudinarios que se dicen mexicanos y se ufanan de serlo? ¿De dónde les viene ese orgullo de vivir en un país donde la vida no vale nada pero donde se hacen peregrinaciones a la Virgen? ¿No tienen vergüenza? ¿Qué les dieron? Y me venía a la mente una voz como de leyenda: “si bebe agua de este pozo, nunca saldrá del pueblo”. Me preguntaba dónde estaba el pozo. Tuve que dar largos rodeos. Para abreviar, diré que tuve la fortuna de tener, además de mi padre, algunos maestros y amigos. A muchos de ellos le dedico ensayos o retratos en Viaje a México o aparecen mencionados en sus páginas: Alfonso Reyes, Octavio Paz, José Luis Martínez, Ernesto Mejía Sánchez, Álvaro Mutis, Augusto Monterroso, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Gabriel Zaid, José de la Colina, Alejandro Rossi, Leopoldo Zea, Jaime Reyes, Elsa Cross, Huberto Batis, Jaime García Terrés, José Luis Rivas, Christopher Domínguez, Guillermo Sheridan. ¿No será casual que muchos de ellos hayan sido premios Xavier Villaurrutia?
¿Dónde estaba ese pozo? Tomaré un ejemplo. Octavio Paz en su libro Xavier Villaurrutia en persona y en obra lee unos versos del autor de Nostalgia de la muerte en que descubre la presencia de otros escritores como en un palimpsesto. Así discierne a Jules Supervielle tras un poema de Xavier Villaurrutia quien mejora la fuente de su inspiración:
Saisir
Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,
saisir l’ombre et le mur et le bout de la rue.
Saisir le pied, le cou de la femme couchée
Et puis ouvrir les mains. Combien d’oiseaux lâchés,
Combien d’oiseaux perdus qui deviennent la rue,
l’ombre, le mur, le soir, la pomme et la statute.
El poema de Xavier tiene trece líneas, está en versos libres sin rima y a partir de la tercera línea la semejanza con el poema de Supervielle empieza a disiparse hasta desaparecer del todo en las siguientes. Los elementos del poema de Villaurrutia son muy distintos y hasta opuestos —fichas en lugar de pájaros— y su movimiento general consiste en una metamorfosis que se revela como una condenación: la estatua despierta sólo para decir que está muerta de sueño. El poema de Supervielle es crepuscular, el de Villaurrutia es un nocturno (…)
Nocturno de la estatua
Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco,
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo,
Hallar en el espejo la estatua asesina,
sacarla de la sangre de su sombra,
vestirla en un cerrar de ojos,
acariciarla como a una herramienta imprevista
y jugar con las fichas de sus dedos
y contar a su oreja cien veces cien cien veces
hasta oírla decir: “estoy muerta de sueño”.
Paz, en ese hermoso libro cuadrado color violeta de 16 cm de ancho X 22 cm de alto y 1 cm de grosor, que lleva 10 ilustraciones de Juan Soriano —tan amigo de Xavier Villaurrutia— y acompaña una elegante iconografía y fue impreso el 25 de agosto de 1978 en la Imprenta Madero bajo la mirada vigilante de Vicente Rojo, Paz da, en ese ensayo, distintas claves para entender el vaivén entre tradición, traducción y talento individual. Un vaivén que apuesta siempre al enriquecimiento y está gobernado por la búsqueda de lo excelso.
“’Suite del insomnio’ —dice más adelante Paz— revela una lectura atenta de Tablada y en Aire y Cézanne hay ecos de Carlos Pellicer”. Casi se podría decir que a Paz —y con razón— sólo le interesaba un poema o un poeta en la medida en que éste sabía pulsar los armónicos invisibles de la tradición, para echar mano de la fórmula del crítico y filólogo Amado Alonso.
Al publicar en 1978 —hace 31 años— una modesta reseña de este libro de Paz advertía y señalaba al paso que este ensayo “no sólo [es] un comentario sobre la obra de Villaurrutia sino —lo cual es mucho más importante— el texto más acusadamente villaurrutiano de Octavio Paz, un texto donde, para decirlo con la voz de Paul Valéry, desde las profundidades del juez, nos habla el culpable”. Era un paso —ya se ve— alambicado y barroco como el mío adolescente. Paz me llamó de inmediato por teléfono para agradecérmela pero en su comentario oral me dijo algo sobre la observación en cuestión que yo traduje en mi interior como “por ahí va la cosa”. Iba en efecto por ahí. Con los años descubriría que, sin salirnos de Paz, detrás del Nocturno de San Ildefonso estaba el San Ildefonso de Alfonso Reyes y que, antes de La otra voz del autor de Los hijos del limo, estaba la plaquette Otra voz de Alfonso Reyes y que detrás del “Óyeme como quien oye llover” de Paz había versos de Bergamín y, ¿quién lo diría?, de Unamuno. Pero, volviendo a Xavier Villaurrutia, atrás o debajo de algunos de sus versos sonámbulos yacen o se yerguen no sólo Ramón López Velarde, Jules Supervielle o Paul Valéry, sino los nuestros: Luis G. Urbina, Amado Nervo, José Juan Tablada, Leopoldo Lugones, Rubén Darío y el propio Alfonso Reyes. Años después yo descubriría —atención tesistas— que del libro en cuestión Xavier Villaurrutia en persona y en obra sólo sobrevivieron en el ensayo recogido en el Vol. IV “Generaciones y semblanzas” de las Obras completas de Paz unos cuantos fragmentos. Además, se rescata en ese libro uno de los últimos poemas que Xavier Villaurrutia escribió. El poema se encontraba en la última página de Libertad sobre palabra, en el ejemplar que Paz le había regalado a Xavier Villaurrutia y que a la muerte de éste le fue caballerosamente restituido por Elías Nandino, “Xavier —dice Paz— lo había mandado empastar y lo había anotado con cuidado. En la última página había escrito con su letra clara y menuda, un poema de cuatro líneas, probablemente uno de los últimos que escribió: Palabra. Lo leo como un oblicuo comentario a mi libro y a la poesía:
“Palabra que no sabes lo que nombras.
Palabra, ¡reina altiva!
Llamas nube a la sombra fugitiva
de un mundo en que las nubes son las sombras”.
Hasta donde sé el poema “Palabra”, recogido por Octavio Paz, no se encuentra todavía reproducido en las Obras completas de Xavier Villaurrutia recopiladas por Miguel Capistrán, Luis Mario Shneider y Alí Chumacero para el Fondo de Cultura Económica.
Esta agua, como la he llamado, es la de la tradición y la traducción y aquí ya debería empezar a hacer trazos con el otro lado del lápiz. Todo lo que no es plagio es tradición, sentencia la voz solar y cruel de Eugenio D’Ors. Dicho de otro modo y toda proporción guardada, de la misma manera en que es imposible concebir algo que esté fuera de la naturaleza —pues el progreso y la industrialización son en primer lugar síntomas de esas fuerzas titánicas que mueven y sacuden la gran cadena del ser—, de esa misma manera, resulta difícil decir o escribir algo que no tenga un parentesco o un modelo con enunciados previos, es decir, tradición. Pero, ya se sabe, al menos desde Juan de Mairena: sin excepción, no hay regla.
Esa dificultad desafiante como esfinge tiene un nombre o si se quiere una máscara: se llama el presente, se llama uno mismo. ¿Cómo llegar a eso que casi no existe y que se encuentra, como diría Octavio Paz, al final de su ensayo sobre Xavier Villaurrutia, entre, entre el pasado y el porvenir?
“En esa zona vertiginosa y provisional que se abre entre dos realidades, ese entre que es el puente colgante sobre el vacío del lenguaje, al borde del precipicio, en la orilla arenosa y estéril, allí se planta la poesía de Villaurrutia, echa raíces y crece. Prodigioso árbol transparente hecho de reflejos, sombras, ecos.
El entre no es un espacio sino lo que está entre un espacio y otro; tampoco es tiempo sino momento que parpadea entre el antes y el después. El entre no está aquí ni es ahora. El entre no tiene cuerpo ni substancia. Su reino es el pueblo fantasmal de las antinomias y las paradojas. El entre dura lo que dura el relámpago (…)
El entre es el pliegue universal. El doblez que, al desdoblarse, revela no la unidad sino la dualidad, no la esencia sino la contradicción. El pliegue esconde entre sus hojas cerradas las dos caras del ser; el pliegue, al descubrir lo que oculta, esconde lo que descubre; el pliegue, abrir sus dos alas, las cierra; el pliegue dice No cada vez que dice Sí; el pliegue es su doblez: su doble, su asesino, su complemento. El pliegue es lo que une a los opuestos sin jamás fundirlos, a igual distancia de la unidad y de la pluralidad. En la topología poética, la figura geométrica del pliegue representa al entre del lenguaje: al monstruo semántico que no es ni esto ni aquello, oscilación idéntica a la inmovilidad, vaivén congelado. El pliegue, al desplegarse, es el salto detenido antes de tocar la tierra —¿y al replegarse? El pliegue y el entre son dos de las formas que asume la pregunta que no tiene respuesta. La poesía de Villaurrutia se repliega en esa pregunta y se despliega entre las oposiciones que la sustentan:
¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento
en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma
el corazón inmóvil como la llama fría?” (1)
¿Cómo llegar a uno mismo y salir del solitario laberinto que es el pecho y de la caverna platónica de la mente? ¿Cómo mirarse al espejo? ¿Cómo conocer y cómo reconocer? Se necesita una mirada, la de otro, la del prójimo, la mirada del otro. Por eso me ha dado tanta alegría este Premio Xavier Villaurrutia que, como tantas cosas en mi vida, llegó rodeado de un ramo florido de coincidencias y casualidades. “Xavier se escribe con equis” yo estaba en Oaxaca cuando mi amiga, Ma. Teresa Franco, Directora del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, me llamó para anunciármelo. La primera persona a quien hablé fue a mi amigo, el librero Enrique Fuentes, quien me dijo: “Te tengo una sorpresa”, yo también, le respondí, ¿Cuál es la tuya?: “Tengo para ti un ejemplar de Laurel, [la antología de poesía hispánica hecha por Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Emilio Prados, Juan Gilbert y publicada por la editorial Séneca] ¿Y tu sorpresa?”. A mí me dieron un Laurel, el Premio Xavier Villaurrutia 2008. Por supuesto, nos reímos. Los días siguientes, al ver la prensa en distintos periódicos, aparecía junto a mi nombre y la noticia del Premio, la noticia de la muerte del pintor Andrew Wieth, autor del cuadro El mundo de Cristina de 1948, cuadro que muestra una mujer arrastrándose en un campo vacío dominado por dos casas. Da la casualidad que tengo una reproducción ese cuadro exactamente frente a mí, en mi escritorio de Copilco. Hubo otras coincidencias cuya exposición le ahorro al público pues este género —el de las causalidades— puede ser muy tedioso para quien no se encuentra atrapado en su red. El Premio Xavier Villaurrutia significa para mí un acto de reconocimiento por parte de un grupo de escritores que leen, representados por Silvia Molina, Daniel Leyva y Federico Patán, Enzia Verduchi hacia un lector que escribe. Un jurado de lujo auspiciado por la Sociedad Alfonsina organizadora de este premio.
Reconocimiento es una palabra preñada de implicaciones poéticas y filosóficas: Luego de su travesía Ulises es reconocido por su perro, su criado, su esposa y su hijo; Atenas reconoce a Sócrates a través de la cicuta; Antígona se entrega a la muerte porque la ciudad no quiere reconocer el cadáver de su hermano como hijo de la ciudad; Jesucristo reconoce a Judas en el tiempo mítico en que le anuncia a San Pedro que lo negará tres veces. La universidad reconoce a sus maestros e investigadores eméritos, mientras que el médico, a su vez, practica a sus pacientes otro tipo de reconocimientos.
Ni Xavier Villaurrutia, ni Gilberto Owen, ni José Gorostiza, ni Jorge Cuesta tuvieron ningún premio, en aquellos tiempos había mecenazgo pero no había becas, ni estímulos. Sin embargo, fueron reconocidos, es decir, leídos y saludados, por Alfonso Reyes, Octavio Paz, Alí Chumacero y José Luis Martínez, quienes no sólo los leyeron y releyeron, los transcribieron sino que los reescribieron y hasta reeditaron (con Martínez y García Terrés) —esa forma de salvar— sus obras y sus revistas.
El secreto de la fama, para evocar el nuevo título de Gabriel Zaid, no estaba tan mercantilizado ni tan amenazado por los discursos ideológicos y partidarios como ahora y el papel del escritor como ciudadano no estaba tan sujeto al Cheque y carnaval, título de mi segundo libro que tuve el honor de ver reseñado por Francisco Zendejas, en su columna de Excélsior, fundador de este Premio Xavier Villaurrutia cuya sombra saludo desde aquí, junto con la presencia de Alicia Zendejas, al entrar a su casa como hijo pródigo en este martes de carnaval.
La salud de una ciudad se puede medir por la calidad de sus reconocimientos, y la mexicana le debe a la Sociedad Alfonsina, a sus fundadores e integrantes un agradecimiento por haber sabido dar consistencia y continuidad a este reconocimiento. Yo se lo debo a las letras que alguna vez aprendí a deletrear en las rodillas de mi madre y los brazos de mi padre y en los escritorios de mis maestros y amigos, también se lo debo a mi familia y a mi esposa Marie Boissonnet quien me acompaña desde hace casi 35 años y al apoyo de mis asistentes.
Gnosis y anagnórisis, conocimiento y revelación— que tengo el honor de recibir de manos de mis amigos y lectores [Silvia Molina, Daniel Leyva, Federico Patán, Alicia Zendejas, Enzia Verduchi y María Teresa Franco]. Muchas gracias.
1. Octavio Paz, “Xavier Villaurrutia en persona y en obra”, Generaciones y semblanzas, Obras completas