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Poeta leído, citado, memorizado, admirado por varias generaciones; revisor de las experiencias de cada día y de los límites de la vida humana; cantor, en el sentido más entrañable y más elevado del término, de los sentimientos, de los impulsos que nos confirman como miembros de una misma especie, Jaime Sabines (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1926 – ciudad de México, 1999) sigue siendo hoy, a diez años de su fallecimiento, una presencia constante en la literatura mexicana, lo mismo entre los críticos que entre los lectores. Las razones son evidentes: pocos poetas en nuestra tradición han podido, al mismo tiempo, realizar una exploración significativa del lenguaje y las formas poéticas y entregar sus hallazgos en una obra que invita a dejarse leer sin otra pretensión que el disfrute. Jaime Sabines será, probablemente, tan atemporal como los clásicos de otros siglos, y a la vez es tan joven como el poeta que comienza en este momento.

Hijo de un militar de origen libanés y de una dama de la alta sociedad chiapaneca, Jaime Sabines comenzó a escribir poesía cuando estudiaba la preparatoria, en su natal Tuxtla. Sus primeros poemas aparecieron con regularidad en El estudiante, periódico de su escuela, y algunos de ellos incluso encontraron su lugar en el primer libro del poeta, Horal.

Más adelante se mudó a la ciudad de México con la intención de estudiar medicina, por lo que se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sin embargo, después de tres años de estudios abandonó la carrera, al descubrir que la realidad de un médico no correspondía con lo que él había soñado: crear, inventar... en este caso, medicamentos.

Así, tras desertar de la medicina, Sabines se reencontró con las letras y publicó el poema “Introducción a la muerte” –el primero que satisfizo su estricta autocrítica– en la revista América, dirigida por Efrén Hernández; pero se regresó poco después a Chiapas, donde permaneció por un breve periodo en el que trabajó para su hermano Juan, dueño de una mueblería.

En 1949 volvió a la ciudad de México, esta vez para ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras, donde confirmó lo que era obvio: su vocación era la poesía, y tenía que trabajar intensamente para lograr la expresión exacta de lo que quería decir. En esta etapa de su vida conoció a varios escritores con los que cultivó una amistad duradera, entre ellos, Emilio Carballido, Sergio Galindo y Rosario Castellanos. Además, siguió frecuentando a Efrén Hernández, en cuya casa conoció a Juan Rulfo, Juan José Arreola y Pita Amor, entre otros literatos. Además, publicó Horal (1959), La señal (1951) y Adán y Eva.

En 1952, después de sólo tres años de carrera, Sabines tuvo que dejar la Facultad de Filosofía y Letras debido a que su padre se encontraba grave de salud. Poco después, su hermano Juan fue elegido diputado, por lo que Jaime tuvo que quedarse en Chiapas a cargo del negocio familiar, donde se casó y tuvo a su primer hijo, Julio. No obstante su alejamiento de la Facultad, el poeta siguió escribiendo: en 1956 publicó Tarumba; y en 1959 fue distinguido con el Premio Chiapas del Ateneo de Ciencias y Artes.

Ese mismo año se mudó a la ciudad de México para ayudar a su hermano Juan en una nueva empresa: una fábrica de comida para animales; y combinó esa actividad con –¬no podía ser de otro modo¬– la escritura, como lo atestigua su Diario semanario (1961), un poema de “reconciliación con la gran urbe”, de acuerdo con el propio Sabines.A partir de este momento, la carrera literaria de nuestro autor se vuelve imparable: en 1962, la UNAM publica la primera recopilación de sus obras (Recuento de poemas: Horal, La señal, Adán y Eva, Poemas sueltos, Diario semanario y poemas en prosa); en 1964 obtiene la beca del Centro Mexicano de Escritores y concluye su Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, obra en dos partes escrita a raíz de la enfermedad y muerte de su padre; en 1967 publica Yuria, libro que incluye algunos poemas con contenido político; en 1972 aparece Maltiempo, libro con el que se le otorga el Premio Xavier Villaurrutia, uno de los galardones literarios más prestigiosos del país. Nueve años después recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura 1983 y, al año siguiente, el Premio Elías Sourasky.

En 1985, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes; al año siguiente, el Gobierno del Estado de Tabasco le entregó el Premio Juchimán de Plata; en 1991 obtuvo la Presea Ciudad de México y, en 1994, la medalla Belisario Domínguez, otorgada por el Senado de la República. Ese mismo año fue nombrado Creador Emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Además, su poesía fue grabada en la colección Voz Viva de México de la UNAM y traducida a doce idiomas.

El poeta incursionó también en la política: en la década de 1970 fue senador por Chiapas en dos ocasiones; en 1988 fue elegido diputado por el DF y fue presidente de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados.

Jaime Sabines murió pocos días antes de cumplir 73 años, víctima del cáncer. En la última década de su vida, mientras luchaba contra la enfermedad, publicó La luna (1990) y Uno es el hombre (1990), así como las recopilaciones Otro recuento de poemas 1950–1991 (1991; edición aumentada, 1993); Antología poética (1994); Los amorosos y otros poemas, poesía amorosa reunida (1997); Al téquerreteque. Sabines para niños (1999) y Poemas, (1999).

Pese a su partida, Sabines sigue vigente, tanto en las letras como en el afecto de sus lectores. Las nuevas generaciones lo descubren y lo vuelven parte de sus vidas, haciendo realidad lo que él mismo escribió cuando estaba en la secundaria: “¿Por qué nos hemos de decir adiós? /¿acaso piensas que después de amarte /caerá el olvido sobre el corazón?”