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El espíritu carnavalesco

por Carlos Rojas

La risa como un guiño de inteligencia, la estructura narrativa como un juego formal y complejo,  una corriente literaria de un único representante, son algunas frases para acercarse a la literatura de Sergio Pitol (Puebla, 1933), poblano por nacimiento prematuro, veracruzano por destino y viajero incansable del mundo, que se ha convertido este 2005 en el tercer mexicano –junto a Octavio Paz y Carlos Fuentes– en recibir el Premio Cervantes de Literatura.

La constante en la literatura de Pitol ha sido la de indagar en personajes que prometen ser creativos, pero que por sus decisiones de vida terminarán suprimiendo sus deseos e individualidad; o bien, el momento en que los caminos de esos seres derrotados se bifurcan para condenarse o salvarse, en una lucha intensa que se mueve en el terreno de la ironía y el humor, aunque su esencia sea profundamente dramática.

La tragedia fue la que condujo a Pitol al camino de la literatura; y ésta a su vez, la tabla a la que se asiría para salvarse. Su padre murió por una enfermedad cuando Pitol apenas tenía capacidad de memoria. Unos cuantos años después, su madre moriría ahogada en un río. Así fue como Pitol fue a vivir a Potrero, un ingenio azucarero veracruzano que data de la época cardenista, con su abuela y un tío.

En esa región calurosa, Sergio Pitol niño, propenso a las enfermedades, sufrió de fiebres palúdicas que lo mantuvieron al margen de los juegos infantiles. Para compensarlo, su abuela le contaba historias fantásticas que marcarían los primeros recuerdos del escritor. A los seis años, recibió el regalo que él afirma, sería decisivo: los relatos de Julio Verne, que le abrirían de lleno a la pasión por la literatura y los viajes, cosas que se amalgaman como una sola esencia en la vida de Pitol.

Sobre esa enfermedad que marcaría su camino, Pitol reflexionaría en su época de madurez: “La literatura es el reflejo, la parte no heroica de la humanidad. Las personas con salud de roble no piensan en escribir, hacen deporte, son actores de cine o ejecutivos muy prósperos. Para quienes en la economía de sus vidas vivir o sobrevivir es fundamental, para los enfermos, lo único posible es el pensamiento, la reflexión”.

Fue así como comenzó la lectura de Dickens, Stevenson y Tolstoi. Al terminar la preparatoria, con muchas de las lecturas canónicas en su bagaje cultural, viajó a la Ciudad de México para estudiar leyes en la UNAM, aunque vagamente “sabía que terminaría siendo escritor”. Por la tarde asistía de oyente a algunas clases en la Facultad de Filosofía y Letras con maestros como Rodolfo Usigli y Juan O´Gorman.


La herida iniciática

“El primer párrafo viene como resultado de una herida emocional”, afirma Sergio Pitol, que se imaginaba que su vida se conduciría a escribir dramaturgia, por esa pasión suya por el teatro y la ópera. Fue así que comenzó a tomar un curso con Luisa Josefina Hernández sobre estructura del teatro griego. Ahí, descubrió que lo más natural en él era escribir monólogos largos, párrafos extensos de pensamientos de los personajes. En 1957 publicó su primer cuento, Victorio Ferri cuenta un cuento, en los Cuadernos del Unicornio de Juan José Arreola.

Después publicaría cuatro libros de relatos más, Los climas (1966), No hay tal lugar (1967), Del encuentro nupcial (1970) e Infierno de todos (1977), distintas ediciones donde reciclaría e iría corrigiendo y adecuando sus textos, pero sobre todo, trataría de hacer un ajuste de cuentas con la atmósfera veracruzana donde había transcurrido su infancia. Una literatura construida por y para el recuerdo:

“Mi literatura está fundamentalmente tejida de recuerdos. No es una virtud: es una deformación. Mi proceso creativo está muy ligado a la atención que le presto a las evocaciones. Busco el pasado y lo alimento”.

Luego de un viaje a Venezuela, donde Pitol vivió por primera vez la emoción del viaje, (“si veía un tren, me subía a el”) a partir de 1961, Sergio Pitol vendió sus libros y sus cuadros, compró un pasaje para llegar a Europa y comenzó el periplo de 28 años en que transcurriría por ciudades como Londres, Praga, Moscú, Varsovia, Venecia, Budapest, Pekín y muchas más, ejerciendo los oficios de traductor y agregado cultural.

Publicaría además, en 1972, su primera novela, El tañido de una flauta, una reflexión sobre el arte a partir de un grupo de personas que observan una obra de teatro cuyo título es el mismo que el de la novela. Es esta una novela que le tomó a su autor más de 10 años en cristalizar.


La literatura al margen

En ese contexto, alejado de todo lo que hasta entonces le resultaba familiar, alimentándose de lecturas periféricas y exóticas (de los Balcanes, de algunas regiones de la URSS, de la nueva dramaturgia Checa), haciendo traducciones de la literatura rusa, una de sus grandes pasiones, fue que Sergio Pitol comenzó la construcción de su propio universo literario.

Su método de escritura consistía en rememorar el pasado, sentir en esa lejanía, en climas fríos, la calidez del recuerdo de la infancia. Entonces diría: “mis recuerdos se avivan en el choque del mundo desconocido y el otro, al que pertenezco”.

Asegura que en esa época, imaginaba una historia paseando por la ciudad, observando a la gente, y sobre todo, tomando notas de casi cualquier cosa en una libreta. Cuando la tenía casi del todo estructurada en la mente, debía meterse en un hotel, donde todo el entorno era absolutamente despersonalizado, alejado del barullo; y no salía de ahí hasta que tenía el boceto del relato terminado. Entonces, había de regresar a su ambiente, sus hábitos y su trabajo cotidiano.

Sobre la sustancia de su literatura, asegura que lo que escribe “viene de ese proceso alquímico en que entra una gran parte de elementos inconscientes, subliminales, que yacen en alguna parte de nosotros, que aparentemente no tienen importancia pero que por razones misteriosas, 15 o 30 años después, aparecen de manera vivísima y se vuelven de tal manera poderosa que tienes que escribir sobre ellos, porque son más vivos que cualquier presencia o conversación presente”.

Es en esta época en que Pitol publica sus cuentos más sobresalientes, entre los que destaca Nocturno de Bujara (Premio Xavier Villaurrutia 1981), donde dos amigos inventan una historia de un hombre que viaja a Bujara y es sometido a las más extrañas y placenteras torturas, incitando a una joven pintora a viajar a esa región del mundo. En 1984, se incluyó ese cuento en un libro de relatos llamado Vals de Mefisto, que en palabras de Pitol es “una de mis aportaciones a la literatura contemporánea”.

Comienza entonces a despuntar la literatura que marcaría la entrada definitiva de Sergio Pitol a la permanencia, con un mundo literario que reconstruye y hace reales los falsos valores, explora los deseos no liberadores y muestra una visión absolutamente cruel y disparatada de la realidad.


El tríptico de carnaval

En 1984, Pitol muestra con más claridad que nunca su proyecto literario, consistente en rescatar el estilo picaresco español, añadiéndole el ingenio verbal y el sentido mexicano popular, además de una estructura formal muy próxima a la escuela del formalismo ruso.

En la época de madurez del autor, sus personajes acceden de dos formas distintas a la novela: Una es cuando regresan de experiencias fracturadas, solos y agobiados por el resentimiento; la otra, es el inmiscuirse en vidas poco generosas, en personajes que deambulan olvidados por todos y de todos.

Sobre ese fracaso al que quedan sometidos sus personajes, Pitol declara: “Toda la vida está destinada al fracaso porque toda vida culmina con la muerte. Ahora, el acercamiento a ese final definitivo es una ruta donde se interpolan constantemente los elementos de la vida y el recuerdo de la muerte; cada día es un acercamiento de alguna manera al fracaso y me parece que el fracaso contiene un elemento moral superior, una carga superior a la de los triunfadores, porque el fracaso hace pensar en una existencia que tuvo varias opciones. La del triunfador es una existencia monológica, lineal”.

Así, con su segunda novela, El desfile del amor (Premio Herralde de Novela 1984), basada en una nota roja del periódico, Pitol hace una comedia de equívocos que es a la vez un fresco histórico de la decadencia de la Ciudad de México hacia finales de los años 40 y una novela detectivesca, que recrea un desfile de personajes excéntricos en búsqueda de una verdad imposible de alcanzar.

Posteriormente, en 1989, Pitol fue intervenido de una enfermedad de la vesícula mientras vivía en Praga. Sintiéndose morir, recurrió a la literatura y al humor para seguir adelante. A partir de la escena de que fue testigo en un bar de Georgia, donde varios hombres defecaban y charlaban entre sí en las paredes del bar, construyó la anécdota que resultaría en su novela Domar a la divina garza.

En ella, Dante C. de la Estrella, alcohólico, de origen humilde y obsesionado con el dinero y el poder, que desprecia el arte y es incapaz de entenderlo, narra el acontecimiento más importante de su vida: haber conocido a Marietta Karepeitz, una traductora experta de la obra del escritor ruso Gogol.

En Domar a la divina garza, Pitol recurre al elemento escatológico tanto en su consistencia excrementicia como sagrada, además de que incluye, como un homenaje a uno de sus escritores predilectos, Nicolai Gogol, el aliento carnavalesco, trágico y grotesco del escritor ruso.

Posteriormente volvería  vivir a México luego de 28 años de peregrinar y alimentarse de las culturas del mundo. Apenas llegar, viviendo cerca de la Plaza de la Conchita en Coyoacán, se le detectó una depresión aguda, de la que escaparía de nuevo con el recurso de la literatura. Sobre esa forma de saneamiento, Pitol asegura:

“Siento que escribirme es sanearme de los fantasmas que de repente penetran en uno. Yo escribo las novelas siguiendo tonos de voz. Para mí es muy importante, al crear los personajes, diferenciar un modo verbal de otro, que en conjunto, constituyan una música verbal. Entonces me siento acechado por esos timbres de voz, por sus gestos.”

Fue así como concibió la que sería su primera novela con tema y espacio absolutamente mexicanos; La vida conyugal (1991) (que sería llevada al cine por Carlos Reygadas). En esa novela divertimento, Pitol hace una parodia del matrimonio y la vida en pareja, cerrando así el tríptico que él mismo denominaría El carnaval, que consta de El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal.

“El mundo es barroco”, diría Pitol para justificar el estilo y la importancia de su Tríptico de carnaval, construido en forma de novela, pero cuyos personajes y trama se mueven constantemente por la estructura teatral, “con elementos aparentemente muy lineales, despojados de prestigio y grandeza, que van delineando ciertos bosquejos extremos, cierta radicalidad de movimientos muy operísticos y que corresponden quizá a una necesidad del barroco. Llevar la emoción a su más alto grado de tensión. Hacer emerger, a través del gesto, el rostro y la máscara al mismo tiempo”.


La reconstrucción de la memoria

En 1993 Pitol se hizo acreedor al  Premio Nacional de Literatura y Lingüística. Ese mismo año, publicó Luis García Guerrero, una semblanza-ensayo del pintor mexicano. Posteriormente, su amor al arte lo llevaría a escribir en forma de monólogo una serie de entrevistas con uno de sus grandes amigos en Juan Soriano. El perpetuo rebelde. El arte, para Pitol, se define así:

“El arte resulta un elemento necesario como el respirar, el hecho de ver una pintura, ir a la ópera o leer literatura o ir al cine son esas formas milagrosas de sentir que tiene el hombre. El arte es una  de esas formas milagrosas que el ser humano ha creado desde hace miles de años para rebasarse y encontrar un espejo que lo supere”.

En 1999 Pitol recibió el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo y ese año la IV Feria Nacional del Libro de Xalapa le dedicó su edición. Desde entonces, Pitol se ha dedicado a la reflexión de la literatura y al recate de su propia memoria. Ese es el origen de uno de sus libros más conocidos, El arte de la fuga, donde hace reflexiones sobre la literatura, la escritura, la memoria, los viajes, los amigos, las ciudades y la música.

Más recientemente, publicó, Soñar la realidad, donde hace un análisis crítico sobre su propia obra literaria; y Pasión por la trama, una serie de ensayos sobre escritores que él califica de “excéntricos”, tales como Gogol, Schnitzler y Donoso.

Sergio Pitol volvió a radicar a Veracruz, en la ciudad de Córdoba, donde fue nombrado Doctor honoris causa 2003 por la Universidad Veracruzana. El FCE publicó en 2003 el primer volumen de sus Obras reunidas. Sus últimos libros son El viaje, donde reconstruye el diario que fue escribiendo en su peregrinar por los países soviéticos; y El mago de Viena, donde entrelaza las experiencias de su viajes con el recuerdo y la fantasía.

A Pitol, además de su obra literaria, se le deben traducciones de autores como Henry James, Joseph Conrad, Robert Graves, Jane Austen, Witold Gombrowicz; y de los escritores rusos hasta entonces desconocidos en México: Alexander Zeromsky, Kazimierz Brandys, Jerzy Andrezjewski y Bruno Schulz.

Para este escritor mexicano, galardonado con el Premio Cervantes en este año, hablar de héroes solitarios en la literatura es cosa menos valiosa que descubrir y escribir sobre el heroísmo del ser humano en general:

“Mi héroe es el género humano. Es fácil decir que la mayoría de los hombres son vulgares y estúpidos. Pero hay que reflexionar, por ejemplo, en la invención del lenguaje. Basta pensar que hubo alguien que inventó la “a” para reconciliarme con el mundo. Pensar en eso me produce tanto placer que entonces siento que vale la pena levantarse cada mañana, hacer cosas. Sí, la letra “a” es un triunfo del género humano”.