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Compañía General de Ediciones, 1979.

Anónimo

Parece cosa de risa pero aquella noche desperté siendo otro.

Se dio así nomás, al abrir los ojos y comprobar que mi cuerpo no era mi cuerpo.

Calma, me dije, en un momento va a pasar. Pero me senté en la cama y no reconocí una ventana sin cortinas, abierta a una noche despejada y silenciosa.

Me volví bruscamente y al encontrar a mi lado un rostro de mujer que no era el de mi mujer estuve a punto de soltar un grito que ahogué con el dorso de la mano.

Apoyé la espalda en la almohada y respiré hondo.

De la mesita de noche (que no era mi mesita de noche) tomé el reloj de pulsera (que no era mi reloj de pulsera) y vi la hora: las doce con un minuto.
Eché un vistazo a la recámara. A pesar de que sólo distinguía las sombras de los muebles, esas sombras no me decían nada: ni el tocador, ni la cómoda, ni los cuadros religiosos de las paredes, ni la camisa blanca colgada en el respaldo de una silla con una actitud de fantasma cabizbajo, como si reflejara mi situación.

Una sola sombra familiar hubiera bastado para rescatarme, pero no la encontré. Restregué los párpados. Seguro se trataba de un mal sueño. Me cubrí el rostro con los Cobijas y traté de no pensar.

Pero era por demás: no lograba conciliar el sueño y me sentía cada vez más despierto, dentro de una lucidez que me quemaba.

Recordé lo que le sucedió a un amigo: una noche iba solo en su auto, y al mirar por el retrovisor des cubrió un rostro desconocido, pálido y muy serio, en el asiento de atrás. No se atrevió a volver a mirarlo porque temía confirmar su presencia. Simplemente continuó su camino con la vista clavada en el auto de adelante, sudando frío pero conteniéndose. Así llegó a su casa y no averiguó más. Al día siguiente su vida continuó normal, con los dos viajes a la oficina y ya sin nadie en el asiento de atrás.

Podía ser, ¿por qué no?, que me sucediera lo mismo: despertar por la mañana y encontrar lo que encontraba todas las mañanas desde hace años: los mismos muebles, el mismo rostro de mujer, la misma ventana que se abría al mismo jardín.

Pero presentía que para lograrlo era necesario dormir hasta que saliera el sol. Que hubiera luz. Eso, que hubiera luz. El día todo lo aclara.

Varias horas después, o quizá sólo fueron minutos, continuaba despierto.

El malestar de tener el rostro cubierto con las cobijas se aunaba a una angustia creciente que me desbocaba el corazón. No soporté más y apartar las cobijas fue como sacar la cabeza del agua y a pesar de ello continuar sin aire.

Me puse de pie y fui a la ventana.

Respiré mejor. Un olor herboso subía del jardín. Me asomé: era un jardín pequeño, con macetones, un caminito adoquinado y una barda cubierta de enredadera que lo separaba de la casa contigua.

¿Qué hacía yo allí?

Observé como a un bicho raro la mano que tenía apoyada en el antepecho de la ventana. Dedos gruesos, con las uñas cuadradas y el vello oscuro. Sin embargo, se movían cuando mi voluntad lo ordenaba.

No me atrevía a yerme en el espejo del tocador y busqué la puerta. La abrí con suavidad, temiendo despertar a la mujer. No daba a un baño, como había imaginado, sino a un pasillo. Entré en él con la sensación de entrar en el pasillo de un sueño. Palpando paredes y muebles, con movimientos que eran como caricias, llegué a otra puerta. Dudé un momento ¿Qué debía hacer? ¿Adónde daba esa puerta? ¿Y si despertaba a alguien? Aunque quizá fuera la solución. Despertar a alguien y preguntarle: ¿quién soy? Por favor, díganme quién soy y en dónde estoy. Pero sentía pavor de hablar con alguien— en tales circunstancias. Me decidí. Tiré del picaporte con una mano temblorosa pero suave. Me asomé por una rendija pero no distinguí nada. Estuve a punto de regresar a la cama, cerrar los ojos y, durmiera o no. esperar así el sol: por la mañana todo sería distinto. Entonces abrí un poco más la puerta y distinguí el tenue resplandor del mosaico. Estaba en el baño. Entré, cerré la puerta y encendí la luz. Pero la luz acentuó el miedo. Me plantaba de golpe en un mundo que no era el mío, ahora sí con toda claridad: la cortina de la regadera, con flores azuIes; el mosaico, también azul; la ventanita de vidrio corrugado; el tubo de luz neón arriba del botiquín; la repisa con frascos de colores… No me moví. Durante quién sabe cuánto tiempo permanecí mirando a mi alrededor. Aunque al recordarlo me parece que en realidad no miraba nada. Más bien buscaba en mi interior una señal como antes, en la recámara, una sombra conocida. Cuando era niño y mi madre me despertaba susurrando mi nombre al oído, yo abría los ojos, restregaba los párpados y le preguntaba: ¿dónde estoy? Y eran su aliento y el timbre de su voz, más que su respuesta, los que me ubicaban de nuevo en un mundo familiar. En cambio el mundo que tenía entonces ante mis ojos era inhabitable porque no había lazos que me unieran a él.

Lentamente me acerqué al espejo del botiquín. Ya sin sorpresa comprobé que mi rostro no era mi rostro. Palpé las mejillas, los labios, los párpados, la frente, el cabello (yo, que era calvo). Empecé a llorar. Sentir correr las lágrimas me reconfortaba como lo único verdaderamente mío. Me acerqué un poco más al espejo. Abrí la boca, observé los dientes, la lengua, las encías. Hice muecas, simulé sonrisas. Traté de mirar en el fondo de los ojos y creo que fue cuando más me desconcerté. Algo había allí que me producía un mareo muy cercano al desmayo. Sentí que ya no sabía quién era ni quién había sido antes, y hasta dudé de haber sido alguien alguna vez.

A partir de ese momento todo es confuso.

Dicen que pegué un grito y que me encontraron arañándome el rostro y jalándome el pelo, sin despegar los ojos del espejo. Recuerdo veladamente haber visto a mi lado a la mujer que descubrí en la cama cuando desperté: Sus manos pequeñas que trataban de detener las mías. Sus ojos asustados. Su voz sincopada suplicando que me calmara. Su abrazo definitivo, como el vislumbre de una playa después de tanta brazada inútil. Sus caricias en la nuca. El llanto de los niños y el regreso a la cama. La inyección y la caída en un sueño sin imágenes.

¿Puede haber mayor dolor que compartir el lecho con la mujer que se ama, y sin embargo ser incapaz del más mínimo deseo sexual?
Y así día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año.
Y comprobar cómo en ella también se apaga el deseo, transformándose en su opuesto: en una apatía creciente, en un descuido de su persona, en una falta de sensibilidad y de color en la piel.
Y comprender que ya es por demás luchar.

Todo culminó la noche en que llegué a la casa y así, de entrada, le dije a Lucía:
— ¡Estuve con una puta!
Angustiado, con una mano en la frente, como le diríamos al sacerdote un pecado que podría condenar nuestra alma si lo guardamos.
Sus ojos brillaron. Puso un dedo en los labios: los niños estaban cerca y podían oírme. ¿Por qué mi necesidad de llegar a contárselo así, de entrada, y en voz alta? Reacción absolutamente anormal. Los placeres personales, ocultos, son, en toda pareja, parte fundamental de su armonía. Yo en cambio sembraba el desconsuelo y la desesperación en la casa con mi absurda sinceridad.

No pude sentarme a la mesa con ellos. Estuve en el sofá de cuero de la sala, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Les dio de cenar a los niños y luego subió a acostarlos.
— ¿No quieres tomar algo? —dijo cuando bajó.
—No, nada.
Vino a sentarse junto a mí, con el ovillo de lana y las agujas. Empezó a tejer en silencio.
—Perdóname por lo que dije.
Ni siquiera se volvió a yerme.
—Cuéntame.
— ¿Cómo puedes pedirme eso?
—Prefiero.

Hundí la cara entre las manos y me solté llorando. Traté, pero no pude evitarlo. Cada acto de aquel día me acercaba un poco más a la locura y yo me limitaba a contemplar la caída. Era como si estuviera y no estuviera en mí.

Sentí la mano de Lucía en mi pelo y abrí unos ojos asombrados. Ella sonrió. Había dejado las agujas y el tejido en el suelo, a un lado del ovillo, y su mano bajó por mis mejillas y recogió una lágrima que llevó a sus labios, besándola, besándose.

¿Por qué nos sorprende más el amor que el odio? Especialmente cuando hacemos todo para provocar este último.
—Te estoy besando a ti. Al Rubén más oculto que pueda imaginar. Mejor dicho, al que ni siquiera alcanzo a imaginar. Al Rubén que ni siquiera Rubén conoce.
— ¿Cómo puedes…después de lo que sucedió?
—Cuéntame.
—Fue horrible.
— ¿Estuviste…estuviste?
—No pude.

Ella no dejaba de acariciarme el pelo.
— ¿Qué pasó?
—La recogí en la calle. Simplemente vi a una mujer parada en una esquina, con la actitud de a ver quién la recogía, y me dije a mí mismo: ¿por qué no? Quizá sea el camino para rescatar el deseo: otra mujer que no sea mi mujer, cualquier mujer. La llevé a t hotel. La obligué a las posturas más ridículas que te puedas imaginar.
—Cuéntamelo todo.
— ¿Cómo voy a contártelo todo?
—Te lo suplico.
—Bueno, pues se desvistió.
— ¿Y luego?
— ¡Siento horrible de contarte estas cosas! —me hundí en el sofá.
—Yo en cambio creo que puede ser el camino. Dime.
—Tú me conoces mejor que nadie. Has visto cómo se aleja todo de mí sin que pueda evitarlo.
—Cuéntame.
—La besé largamente, con desesperación. Yo trataba. Hice un verdadero esfuerzo.
— ¿Te gustaba?
—Sí, me gustaba. Tenía un cuerpo exuberante, como me gustan. Y no que no tuviera yo erección. Erección sí tuve. Sólo que... ¿Me entiendes? Cuando la vi acostada en la cama, desnuda...
— ¿Sentiste culpa?
—No, culpa no. Para nada. Pero...
— ¿Te gustaba más que yo?
—Cómo puedes decir una cosa así.
— ¿Yo te gusto mucho?
—Muchísimo.
— ¿Te gusta mi pecho?
—Me fascina.

Bajó los ojos y se miró a sí misma, recorriéndose profundamente. Desabotonó la blusa. Una vena azulísima cruzaba como un río el nacimiento de los pechos.
— ¿Quieres verlos?
—Sí —aflojé el nudo de la corbata, tragué gordo. La respiración de Lucía se alteró. Bajó el sostén y me mostró sus pechos blanquísimos. Entrecerró los ojos.
—Acaríciame —dijo.

Mi mano temblaba. Me limité a recorrer con la punta del índice una de las venas. Mi dedo serpenteó en su pecho un instante. Luego lo retiré con un gesto de rechazo que no pude evitar, como si algo me quemara.

Lucía se recostó en el sofá y me extendió las manos. Miré hacia la cocina. La sirvienta podía salir en cualquier momento. Además de que podían bajar los niños. Lucía en cambio parecía entregada a la excitación. Me acerqué a ella. Tomé su cabeza entre mis manos y le di un largo beso. Luego se bajó la pantaleta y yo traté de penetrarla, pero no pude. Me abrazó, y finalmente sus músculos se aflojaron. Lloró y yo también lloré. Supe cuánto estaba sufriendo, como si sintiera ese sufrimiento en mí. Quién sabe cuánto tiempo estuvimos así, abrazados y llorando, pero yo sabía que era la última vez que estábamos así, que ella no volvería a intentarlo, que se sentía tan derrotada como yo, aunque me amaba, aunque me continuara amando.


Joaquín Mortiz, 1989

Madero, el otro

Qué evidente el último latido, la última sensación de la tierra en las manos crispadas, las bocanadas inútiles que apenas atrapaban hilitos de aire, el dolor —asidero final— que se apagó contigo y dejó tan sólo algo que era como el eco del dolor. ¿Y luego? ¿Cómo nombrar esta angustia que surge de continuar, de permanecer, de mirar, a pesar de ya no estar en ti mismo? A través de las capas de neblina deshilachándose adivinaste la salida del túnel que, intuiste — ¿fueron los espíritus quienes te lo dictaron?— sería como el acerado canal de una aguja. Salida luminosa que te acosa como si miraras el sol: clara luz a la que prefieres volver el rostro (pero no el rostro) para permanecer en la infinita pena de verte tendido ahí, al lado del sedán Protos negro, como un títere al que hubieran cortado los hilos, desfigurado dentro del charco de sangre, las aletas de la nariz profundas y dilatadas, los ojos asimétricos, desorbitados, que parecen, desde ahí abajo, buscar, buscarte, buscarme aquí. Mira, llevas la misma ropa del día dieciocho en que te aprehendieron: la camisa dura, el jacquet y el pantalón claro a rayas. El sombrero de hongo —ridículo— ha rodado hasta cerca de una de las llantas del Protos. Y con la pena parece retornar el dolor físico. Pero no. Es como la sensación de una tierra que ya no tienes en las manos, que ya no puedes palpar, la sensación que deja un miembro que ha sido amputado.

Quédate ahí, hermano. No te vuelvas hacia la luz. Concéntrate en el momento en que abriste los ojos (pero no los ojos) y a través del velo rojo que hizo caer el estallido del disparo, como párpados de sangre, te descubriste mirándote a ti (a mí) mismo. Antes de ascender a más altas regiones —encuentros tan esperados con quienes, desde tanto tiempo atrás, mantuviste comunicación— observa tu pobre cuerpo un instante más. Recuerda la “sabiduría del espejo”, que leíste en El Bardo Thodol, uno de tus libros predilectos. Estás solo (tú y yo), el espejo no refleja sino un rostro —contraído por una mueca de dolor— con el que hablas (hablamos).
¿No eras tú el que siempre se refirió a su cuerpo como un mero instrumento para cumplir los designios de la Providencia, y llegaste a casi despreciarlo? ¿No le dijiste a Roque Estrada: “Mi valor nace de que no estoy atado al cuerpo”? Qué caro se lo cobró en los últimos minutos, hermano, haciéndote por primera vez plenamente consciente de su complejo mecanismo por el cual la sangre circula, el hígado segrega bilis, el páncreas re gula el azúcar, los riñones producen orina, los músculos responden a tus órdenes. Conciencia que ya era, de alguna manera, desde ese instante, una muerte anticipada: sólo el olvido de nosotros mismos nos hace vivir, nos entrega a más altas ocupaciones.

¿O fue el rompimiento tan brusco, tan repentino, tan a destiempo? ¿Ola convicción de haber cometido un gran error sin lograr ubicarlo con exactitud? ¿Te hubiera su cedido igual si mueres en tu casa, con las manos de Sarita entre las tuyas? O es el presentimiento de que tu muerte no hará sino desencadenar otras muertes, otros odios hasta ahora dormidos, el tigre que tanto temió don Porfirio que despertara, ola roja que cubrirá a tu país como a ti te cubrió los ojos con el estallido del último disparo? ¿No te jactabas más de tus triunfos conseguidos en el campo de la democracia que en el de batalla? ¿Y ahora? ¿Qué hacer con toda esta violencia de la que te sientes responsable? ¿No te duele más el sacrificio de tu hermano Gustavo que el tuyo propio?

Por eso, espera: entiende, entiéndete, entiéndeme. No intentes marchar con esta gran culpa a cuestas. Aférrate al último latido, al recuerdo del último latido: permanece en él, no lo olvides, eternízalo. Puedes ser ese último hálito de vida, la última bocanada de aire que oxigenó tu sangre, la trayectoria del tiro de gracia —de gracia, imagínate, como si garantizara la salvación—, eso, la trayectoria de la bala que disparó el mayor Francisco Cárdenas cuando ya estabas en el suelo, desangrándote, y que se incrustó en tu cráneo, fracturó el hueso occipital, destrozó el cerebelo y el bulbo, desgarré las meninges y fue a alojarse, en pequeños fragmentos, en la base del cráneo, a la derecha de la silla turca.

*

Vamos, hermano, ha pasado un instante del disparo del .38 Smith & Wesson. Hace también apenas un instante el mayor Cárdenas extrajo el revólver del carcax y te obligó a bajar del auto jalándote de la manga del saco, mientras su grito refundía el odio que adivinaste en sus ojos y en sus movimientos.
— ¡Bájese usted de una buena vez, carajo!
Hace apenas un instante del frío metal del cañón de la pistola en tu cuello, el rasguño de la mirilla, el estallido del disparo y la ola roja.
Ese mayor Francisco Cárdenas, del 7° Cuerpo Rural, el mismo que, contra su voluntad, aprehendió al general Reyes en Linares —cayendo a sus pies, llorando, tomándole la mano, rogándole que no se entregara— y que dos noches antes, en casa de Ignacio de la Torre y Mier, ante un grupo de militares, manifestó su disgusto por que continuabas vivo:
—Deberían de torcerle el pescuezo a ese enano, que bastantes males ha hecho ya al país. ¡Yo, si quieren, le apago el resuello!

Qué amargo traerte como última imagen de allá sus ojos encendidos en el momento en que bajabas del auto y lo mirabas casi en escorzo.
Y qué largo el trayecto a su lado, en silencio, del Palacio Nacional a la Penitenciaría, por la calle de Moneda, por la del Relox, por la de Cocheras, por la de Lecumberri hasta los llanos de San Lázaro. Te removías en el asiento, nervioso, encogido, con el portafolios entre las piernas, en una postura como de ave con las alas plegadas.

Hubieras anhelado decir algo, cualquier cosa, aligerar la agonía que para ti había comenzado ya —y dudabas tanto de todo: de que ese sacrificio al que marchabas tuviera algún sentido, del pueblo por el cual apostaste, y hasta dudabas de ese “puente para ir entre los vivos y los muertos, sin más requisitos que la fe”, según escribiste. ¿Qué había sido en esos momentos de tu fe, hermano?—; pero qué ibas a decir si sabían los dos, Cárdenas y tú, a dónde iban, y su perfil inconmovible, como de hacha, que se recortaba en la luz plateada que llegaba del exterior, te lo respondía todo.

*

Cuando el mayor Cárdenas se suicide algunos años después —disparándose un tiro en la cabeza, como el que te disparó a ti, ¿buscando que la trayectoria de la bala sea la misma?— ¿se traerá también el recuerdo de tus ojos como última imagen?

*

Al llegar a la Penitenciaría se detuvieron los autos —en el de atrás, un Packard gris, iba Pino Suárez— y Cárdenas se bajó a hablar con Luis Ballesteros, a quien Huer ta nombró el día anterior director del establecimiento penal “para que te recibiera”. No lograbas dejar las piernas quietas —a pesar de tanta disciplina física y el yoga nunca lograste dominar del todo tus nervios— y estrujabas el portafolios con unas manos sudorosas, que hormigueaban. Cuando regresó Cárdenas le preguntaste a dónde iban (no pudiste evitarlo, cuánto hubieras desea do que no adivinara tu estado de ánimo, que no escuchara tu voz sincopada ni el largo suspiro del final).

—A entrar por la parte de atrás de la Penitenciaría—contestó casi sin mirarte, haciendo una seña al chofer, quien lo observaba por el retrovisor.
—Por la parte de atrás no hay puerta —replicaste, con un hilito de voz que quizás él ya ni escuchó.
Y en la parte de atrás de la Penitenciaría esperaba una silueta fantasmal con una linterna, como un ave agorera.
Ya no tenía remedio. Lo de la pistola fuera del carcax y el jalón del saco para que bajaras del auto y el grito:
— ¡Bájese usted de una buena vez, carajo!— y el estallido del disparo, fue lo de menos. No podías sufrir más de lo que sufriste en el trayecto, en el silencio que encerró como en una esfera de cristal a tu asesino y a ti y les creó — ¿por qué no reconocerlo, hermano?— hasta una cierta comunión.


Joaquín Mortiz, 1993

El gran elector

¿Un fantasma? Sonrió. Todavía en ese momento sonreía el Señor Presidente. A sus postraciones fatales casi siempre las antecede una sonrisa, una broma o una abierta carcajada —que en su rostro envejecido y desencajado adquiere un aspecto francamente macabro.

—Un fantasma, te digo, Domínguez. Pero lo hice marcharse con la cola entre las patas ¿eh? Ja-ja-ja —y aleteaba los brazos en una forma como si él mismo fuera a emprender el vuelo. Un mechón de pelo blanco le brincaba en la frente y por momentos lo hacía guiñar un ojo.
—Iba hecho polvo.
— ¿Viste el beso? Un beso a mí —y el movimiento brusco de la mano rozó la mejilla, como si más que la huella del beso intentara apartar una sombra—. Ah, los fantasmas de la historia, Domínguez, un día te cuento más de ellos y lo entenderás todo. Vi algunos corporificarse en el Instituto de Investigaciones Psíquicas en los años cuarenta, pero esto, esto de ahora...

Siempre antes de las crisis ríe y se pone filosófico, es horrible:
—Estamos condenados a que la vida de México la ronden fantasmas, Domínguez. Como lo oyes, gobernamos con ellos al lado.
—Señor, pero mírelo usted: camina con pasos tan firmes como cualquier ser de carne y hueso
—le dije señalándole al hombrecito a través de los visillos del balcón: cruzó la calle y se reintegró al grupo de campesinos y desarrapados con que llegó al Zócalo. Se sentó de nuevo en el suelo, a un lado de la manta de protesta, en esa postura yogui que creo llaman de medio loto; tal como lo encontré cuando fui por él unas horas antes a pedirle que me acompañara porque el Señor Presidente quería hablarle, y se limitó a mirarme intensamente por entre sus pestañas muy oscuras y contestó que él no tenía nada que hablar con el Señor Presidente, que el Señor Presidente se fuera al carajo —las únicas palabras que le oí pronunciar, por cierto, porque a partir de ese momento permaneció en absoluto silencio— y fue entonces cuando tuvimos que ponerlo de pie a la fuerza. Parecía que hubiera echado raíces, integrándose al cemento, volviéndose él mismo de cemento. Nomás pestañeaba con los golpes y jalones que tuvieron que darle mis ayudantes, y se cimbraba como un árbol en una tormenta. Alguien que se resiste en esa forma a ponerse de pie no puede ser un fantasma, digo. Le toqué los músculos de un brazo y les aseguro que eran flexibles y macizos a la vez; y su mirada más participaba del resplandor del acero fundido que de la vaporación que, supongo, caracteriza la de los fantasmas.

— ¿Lo dejamos ahí, Señor Presidente? ¿Quiere que ahora sí tratemos de interrogarlo nosotros?
—Es un fantasma, pendejo. ¿Qué le vas a preguntar? ¿Interrogarlo a él? ¿A él? ¿Tú? —y aún trataba de reír, aunque la sonrisa iba convirtiéndosele en un gesto de asco que le remarcaba las arrugas—. ¿No te has dado cuenta? No te das cuenta de nada, pinche Domínguez. Déjame en paz.

Desde que trabajo a sus órdenes —hace la friolera de sesenta años— cuando algo le molesta de mí dice lo de pinche Domínguez, así, rápido y despectivo; a veces tan rápido y despectivo que de la primera palabra sólo pronuncia la che. Es lo que más me ofende, lo sabe. Me ofende y me humilla hasta el derrumbe absoluto y el peor de los resentimientos, y él lo repite una y otra vez. Conforme han pasado los años lo dice con más frecuencia, sin importarle quién esté a nuestro lado. A nadie más se lo aguanto, y por los cuarenta tuve incluso un enfrenta miento pistola en mano con un general que se atrevió a decirlo en mi propia cara. Pero, bueno, es un asunto que no viene al caso.
—Señor.
—No hables más de él. No quiero oír hablar más de él. Como si no existiera, ¡ya! —e hizo unos signos muy raros en el aire, como si dibujara los compases de una música secreta. Pero no se alejó del balcón y yo diría que hasta miró por última vez hacia el grupo de protesta en donde se encontraba el hombrecito.

—Se hará como usted diga, señor.
— ¿Qué tengo a las doce, Domínguez? —preguntó mirando su reloj de pulsera, alejándose por fin del balcón con los puños crispados, temblorosos, como si contuviera ahí el coraje y la impotencia.
—Señor, ya lo están esperando en el salón de Embajadores los niños más aplicados del país.
—Qué horror. Como si estuviera yo de ánimo para recibir a los niños más aplicados del país...

Entonces le cambió totalmente la expresión. Gritó: él, él, él, y miró a su alrededor con ojos alucinados. Ahora sí, en verdad, parecía estar frente a lo que sólo él podía ver. Castañeteó los dientes mientras el labio inferior se le proyectaba hacia el frente, muy pálido y tembloroso. Pronunció unos números sin sentido, algunas palabras y frases que no entendí. Y sucedió lo inevitable, lo que viene sucediendo desde hace tiempo, aunque no en forma tan severa: dejarse caer como bulto sobre un sillón y hacerse bolita ahí, ovillarse —hasta da la impresión de que fuera un puro montoncito de huesos dentro de la ropa holgada—, llevarse la mano al pecho y agarrarse el corazón, estrujarlo como si quisiera volverlo migajas, y así mostrármelo. Los ojos le revoloteaban en las órbitas. Llamé al médico y corrí a la salita de descanso por sus pastillas. Al salir escuché de nuevo su risa.
(…)